Su mirada busca algo a través de la ventana, pero lo único que encuentra son los ladrillos caravista del edificio de enfrente.
Parece haber olvidado de nuevo que, cuando ella se fue, su hija, tras el funeral, le montó en el coche junto a sus nietos y un montón de maletas llenas de cosas que jamás la sustituirían. Ni a ella ni a sus recuerdos. Por fortuna o no, quién sabe, aún sigue ligado a ellos de una manera que ya no sabe explicar. Porque cuando ella se fue dejándolo allí solo, se llevó con ella el ángel que lo acompañó desde aquella noche que también tiene grabada en su memoria como si estuviese tallada a cincel sobre mármol. El ángel que hacía posible que surgiese magia de sus manos cuando las posaba sobre su vieja máquina de escribir y hacía brotar de ella palabras tan hermosas que no aparecían en los diccionarios humanos. El ángel que lo acompañó desde aquel diez de septiembre del año cuarenta y dos.
Esa noche había quedado después de cenar en la plaza, con José, su amigo del alma, en la verbena que celebraba las fiestas de San Nicolás. Y José llegó tarde, como siempre. Pero esta vez no le importó. Junto a él caminaba una criatura de rasgos delicados y belleza tan sublime que jamás habría creído que existiese si no hubiera sido testigo de ello. Y supo, nada más verla, que nunca se separaría de ella.
A partir de aquella noche, Eduardo comenzó a escribir cartas a Carolina, la prima de José. Y ella se enamoró de sus palabras con la misma facilidad con la que él se había enamorado de su belleza. Y después se enamoró de sus manos y de su corazón y de su bondad. Y no tardó en responder cuando él le preguntó si quería pasar junto a él el resto de su vida.
Él regaló a Carolina un colgante con un corazón de plata. Ella a él, una antigua máquina de escribir que encontró en un mercadillo entre un montón de trastos inservibles. Y a partir de entonces, Eduardo alternó las cartas con relatos. Y los relatos se convirtieron en novelas y los que las leían se enamoraban de sus palabras de la misma manera que lo había hecho Carolina.
Y así había sido durante más de sesenta años. El ángel se posaba sobre sus manos cuando se sentaba frente a la vieja máquina y su magia le tocaba. Inventaba emocionantes relatos protagonizados por personajes carismáticos que emocionaban a sus lectores haciendo volar su imaginación, como enganchados a una droga maravillosa que les hacía reír y llorar descontroladamente. Y no podían dejar de leer.
Pero nada dura eternamente y una tarde, cansado de latir, el corazón de Carolina se detuvo y su vida se extinguió como la llama de una vela que ha consumido toda su cera. Y el ángel que lo había acompañado abandonó sus manos.Y ahora mira a través de la ventana como si esperase que su ángel llegase volando a posarse de nuevo sobre ellas.
Ha empezado a llover. Se levanta con esfuerzo, coge la correa de detrás de la puerta, da un breve silbido y susurra “¡Betún! Anda, vamos”. Un perro negro azabache se levanta obediente y le sigue a través de la puerta. Ambos caminan calle abajo mientras las nubes se deshacen sobre ellos impregnando sus huesos de lágrimas de ángel. Y espera por fin poder volver a escribir porque, de alguna manera, sabe que Carolina podrá leerle desde algún lugar perdido en algún rincón del cielo.
