Echo de menos demasiadas cosas.
Sobre todo el anonimato. Ser uno más de la masa. Un ciudadano común de una ciudad gris. Con sus miserias, sus penas y sus lamentos. Del que no se espere más de lo que está dispuesto a dar.
Que no genere expectativas. Ni conmoción, ni emoción.
Que se ilusione por las pequeñas cosas y que, cada día, vuelque sus energías en metas modestas. Metas que, seguramente, terminarán convertidas en fracaso.
Joder, echo de menos eso, fracasar.
Estoy harto de las carcajadas y las fiestas. De los premios y las ceremonias. Del desfase, las drogas y el sexo con mujeres a las que ni siquiera tengo que intentar seducir porque el mito viviente en que me he convertido ya las ha enamorado.
Me aburre ser estridente, vestir de pose y tener que llevar siempre gafas de sol, por más que sea de noche y esté tomando una copa en cualquier garito.
- La imagen es fundamental -dice mi agente- Anda y que te jodan -respondo yo hoy.
Porque hoy paso de todo.
De todo y de todos. Y me he vestido como uno más, con un chándal cutre y feo; uno de ésos que no usaba desde que iba al instituto. Y me he plantado en un parque cualquiera de esta ciudad en que hoy daré mi enésimo concierto multitudinario.
Aquí, sentado en ningún lugar, miro a las familias pasar el día.
Parecen felices.
Lo son, de hecho.
En su monotonía, caben las risas. En mi excentricidad, el hartazgo.
- ¿Te importa si me siento? -dice la dulce voz de una chica.
La miro.
Del collar del perro que la acompaña cuelga un cartel que reza “No molestar, estoy trabajando”.
Sonrío.
- En absoluto, siéntate -digo- ¿Vienes mucho por aquí? Yo sólo estoy de paso.