«Llorar comiendo jamón»

Hoy me pasó lo que dicen esas tres palabras y no, no era sólo por lo bueno que estaba, que también, ni porque mi padre lo hubiese cortado ayer a 500 km de Madrid, ni porque mi madre lo hubiese envasado al vacío y metido en una bolsa atada con un hilillo blanco, junto con otros tantos envases, y empaquetado todo en una caja, ni porque mi hermano la hubiese enviado, que por supuesto también. Llegó justo a mediodía.

He llorado sacando cada kilo de amor de esa caja. Porque la comida de madre es amor, y el hilillo con el que sujetaba cada envase, como protegiéndolo de un sobresalto y posible desparrame en el viaje, también es amor. 

Casi podía imaginarla preparando todo allí en su cocina, en esa cocina que es el corazón de nuestra casa en el pueblo, y el primer lugar que piso cada vez que vuelvo. Tiene una mesa en el centro que casi parece magnética, un punto geográfico de reencuentros, en la que he compartido momentos inolvidables con mi familia, y con casi cada persona que conozco y quiero y vino de visita alguna vez, pues lo primero era probar algo rico que mi madre estuviese preparando en ese momento, ¡y punto! (no hay opción ni la habrá nunca en este asunto, y me encanta que sea así)

Ella siempre dice que cuando tienes hijos sabes lo que te quiere tu madre. No estoy de acuerdo, y no lo estoy porque yo no tengo hijos y creo que sé cuánto me quiere ella: desde 10 kilos de amor hasta el infinito (igualito que yo a ella)

PD: gracias Supermamá, eres la luz que me guía siempre.