Juan, maestro de profesión, intentaba leer todo lo que se publicaba sobre biología y antropología. Siempre presumía de haber leído casi todos los libros de la red de bibliotecas públicas de su región. Anotaba ideas que le surgían al ir leyendo y también solía hacer resúmenes. Su intención era publicar algún día su propio libro.
Un libro que fuera un compendio de todo lo que había leído a lo largo de su vida, con sus impresiones y sus conclusiones sobre lo que unos y otros autores argumentaban. Le divertía sobremanera ir descubriendo al pasar las páginas de los diferentes libros los últimos descubrimientos sobre los temas que le interesaban, los orígenes del ser humano. Cómo la humanidad enfrentó diversos obstáculos y qué pudo hacer para sobrevivir en un medio tan hostil como este, en una palabra: evolución.
Tenía cientos de manuscritos con sus resúmenes, citas, datos y alguna cosa más. Todo extraído de sus libros. Y junto a ellos sus propias conclusiones con sus propias palabras. Se había dado cuenta de que tenía que pasar a ordenador todo aquello si quería hacer un amago o intento de publicarlo algún día. Pensó en encomendarles la tarea a sus hijos y pagarles, pero el miedo de que descubrieran y juzgaran sus escritos disipaba la idea. Rápidamente se deshacía como el humo de los cigarrillos que fumaba bajo el pretexto auto referido de que no era lo suficientemente bueno.
Juan fumaba con ansiedad clínica, llegaba a apagar un cigarro para encender el siguiente. Y todavía más cuando, encerrado en aquella habitación donde estaba el ordenador, pasaba horas y horas ordenando y mecanografiando sus notas.
Un día se jubiló y celebró con su familia su cumpleaños y la tan ansiada jubilación. Al fin tendría el tiempo que necesitaba para su obra mayor, su libro. Sin embargo, los días de merecido descanso pasaban y apenas encendía el ordenador para mirar el correo electrónico y su perfil de Facebook donde intercambiaba pareceres con otros compañeros también jubilados. A veces si adelantaba trabajo corrigiendo y leyendo lo que iba teniendo para si mismo. Lo hacía en voz alta cuando se encontraba solo en casa, era su pequeño momento de asueto y relajación que no encontraba cuando su familia alborotaba a su alrededor. Además de eso era el encargado en casa de ciertas tareas domésticas ya que ahora tenía más tiempo libre para hacerlas al haberse jubilado. Iba a comprar, ponía lavadoras, tendía, hacía la comida y fregaba después los platos y cubiertos utilizados. Todo eso, pese a poder parecer lo contrario, le ayudaba a ir ordenando mentalmente palabras y repasar algún texto que tenía atascado. Mientras hacía la rutinaria tarea, iba él rumiando para si y domando las palabras precisas, buscaba adjetivos menos frecuentes y deshacía rodeos que había dado sin querer al transcribir textos.
Pasó el tiempo y la obra de Juan tenía ya un tamaño considerable, unas doscientas páginas repletas de datos, estadísticas, citas, argumentos y otras cosas. El cuarto que solía utilizar para esta magna tarea había ido adquiriendo un tono amarillento ennegrecido por el humo del tabaco y la familia de Juan decidió que era el momento de pintar la habitación y prohibir fumar nunca más ahí dentro. Fue un punto y aparte bastante bueno porque mientras que sacaban todos los libros de las estanterías para limpiar a fondo y pintar, aparecieron nuevos viejos manuscritos de una época anterior a haber conocido a su mujer en la que Juan había estado destinado en un pequeño pueblo del interior de España sin más compañía que la de los libros y los alumnos. Al principio fue un poco de susto que aumentara el trabajo, pero pronto fue también un alivio pues estos nuevos folios doblados en cuartillas completaban el trabajo.
Después de pintar la habitación y ante la prohibición de fumar, decidieron regalarle un portátil sencillo para que pudiera trabajar desde la terraza y también cuando viajaban. No obstante, de noche Juan invadía aquel espacio ahora sagrado para sentarse un ratito a fumar y seguir escribiendo, luego echaba colonia para disimular el olor a tabaco.
Pero poco a poco la salud de Juan fue deteriorándose por el tabaco que tanto había fumado. Le diagnosticaron una epoc, insuficiencia respiratoria y le recomendaron dejar el tabaco, como así hizo. Y pasó algún tiempo en el hospital ingresado por el mal estado de sus pulmones, donde seguía a duras penas trabajando con el portátil.
Finalmente, una fría mañana de invierno sus pulmones no pudieron más y Juan murió. Cuando les fueron entregadas las pertenencias a la familia, su viuda y sus hijos, encendieron el portátil que ellos mismos le habían regalado y únicamente encontraron un documento con el nombre “lo mejor que se ha escrito”. Lo leyeron y vieron el resultado, casi acabado, de toda una vida.
Decidieron contactar con editoriales y enviarles el archivo a ver si finalmente se podía cumplir el sueño de su padre. Un editor les comentó que el texto tenía un público limitado al ser muy técnico, pero que podía abrirse al gran público si un hijo hacía un buen prólogo y otro se encargaba de corregirlo y acabarlo para darle un toque más literario y juvenil. Al fin el gran temor de Juan de no encomendarles a sus hijos aquella tarea se había vuelto realidad, paradójicamente.
Con esos trucos de marketing y algún dinero bien invertido que Juan había dejado el libro salió al mercado con el título “lo mejor que leyó y escribió mi padre, enseñanzas de toda una vida de un viejo profesor”. No fue un éxito de ventas, pero el sueño de Juan pudo verse al fin cumplido póstumamente.