Sé que nunca te he hablado de tu abuelo, aunque debí hacerlo tiempo atrás. Créeme, es difícil… y eso que son… palabras. Pero ahora que soy mayor, sé que todo lo que no se dice, muere en tu alma, y no quiero irme con semejante carga allá adonde vayan las almas.
Tendría unos cinco años cuando subimos al coche Renault celeste aquella tarde. Era un día lluvioso, pero me sentaron sola en los asientos traseros... de ese modo podía ver conducir al papá. Ya en las afueras de mi pueblo. Los 40 Principales tronaba y él, con una mano al volante, mordía aquellos palos dulces. Yo le pedí uno, pero, no recuerdo si la mamá se opuso, sólo que yo me empeñé en imitar al papá.
El único recuerdo que tengo es el antiguo muro en medio de una arboleda y medio oculta por malas hierbas descuidadas. Al llegar a ese pueblecito de caminos de roca, mi padre aparcó enfrente de una casa pequeña casa en mal estado. Yo me detuve delante de la pequeña puerta y mi padre, con una mano en el hombro, me dijo:
––Aquí vivían enanos, ratoncita, por eso la puerta es tan pequeña. Los abuelos se la compraron antes de que huyen al bosque porque el pueblo se llenó de extranjeros.
––¿Los enanos huyen de nosotros, papi? ––pregunté.
––No de ti, ratoncita. ––me respondió–– Esta noche te irán a ver a la habitación. Te lo prometo.
Sus palabras se han quedado atrapadas en mi mente.
Sentada en el filo de la cama con la linterna encendida, esperé. Vi hormigas, polvo y moscas, pero los enanos nunca aparecieron.
Él poco después acabó en el bosque con los enanos, y todavía me pregunto si se acordará de visitarme alguna noche… para jugar como lo hacíamos de niña.
Saludos Insurgentes