Trazo líneas inconexas sobre el folio de mi escritorio, y solo cuando focalizo mi atención sobre ellas veo sus puntos de unión, y si enfoco aún un poco más veo la esfera de tinta pincelada sobre el papel que forma una O dejando un círculo semiabierto.
Me reclino sobre la silla y de reojo vuelvo a mirar esos trazos, ya más conexos, desde esta posición la vida se me antoja con más perspectiva, una que elijo yo.
Esta nueva perspectiva me permite verme escalando letras en el folio y cayendo por esa esfera semiabierta que dibujé hace unos minutos. Caigo al vació y el pánico me invade, la gravedad me atrae y el aire que de ella deriva me abraza y me funde en él.
Atravieso y me dejo atravesar por esa tenue capa que separa la ficción de la realidad. Y ya, no sé qué es qué.
Miro mis manos y las siento ajenas, me asomo a un espejo y me devuelve una mirada que sin duda no es mía, pero por la que siento afecto y desconfianza. Chocan sentimientos encontrados a golpe de cristal.
Me siento una extraña en un lugar habitado y conocido por mí, pero crece en mi interior una semilla que deja una duda y me tambaleo entre la cordura y la realidad. Acarició los troncos de los árboles y veo caer sus hojas ocres y las siento como una de mis creaciones divinas, como si fuese la arquitecta de una realidad ficticia de la que el modelaje pende del hilo que entrelazan mis dedos.
Abro los ojos, y me vuelvo a ver enfrentada al papel que he garabateado con ideas de naturaleza y reflejos. Y recuerdo, me vuelve a pasar por el corazón, que ya he pisado esa hierba y he dibujado con mis dedos en el vaho del cristal, que he vivido sin saberlo decenas de realidades distintas y me he sorprendido en pieles que no son las mías.
Me cuelo por los huecos que dejan las letras con la misma facilidad que salto de un pensamiento a otro, y a la vez con la misma ausencia de conciencia de quién vaga por la ciudad y se sorprende en un lugar desconocido.
Entonces…
Si me he visto correr por el campo esquivando ramas y presa del pánico,
si he alcanzado el nirvana flotando en una playa del Caribe,
si he ganado partidas de ajedrez con los ojos apagados,
y he conocido lugares por el tacto de sus rocas.
¿Soy quién ha habitado esas pieles o ellas me han habitado a mí?
En esos cruces de caminos, a media ida y con vueltas emprendidas, que me han dejado huella o incluso las he dejado yo en ellas, esas pieles que he sentido como propias y como ajenas al mismo tiempo.
Todas ellas acumulan una serie de emociones que caminan en fila india dentro de mí, y pasean por los recovecos de mi cabeza, se cuelan en la sala de la memoria y orquestan una ficción que encadenan a la realidad.
El ruido del tráfico entra por la ventana, la ciudad se ha levantado, ha pasado la página y me ha invitado a tomar un café.