El calor de esta ciudad es extremo, la humedad es prácticamente humillante y la contaminación se pasea a sus anchas en forma de una espesa neblina otorgando un apagado color al paisaje. Yakarta impone. Rascacielos infinitos rodeados de miseria. Millones de personas circulando en todo tipo de vehículos tratando de llegar a sus destinos. Todos y cada uno de ellos llegarán tarde. Es inevitable. Ya nadie tiene prisa. No merece la pena tenerla.
Acabo de salir del trabajo. Voy bien vestido, especialmente para los estándares de este país. El pudiente se mueve únicamente en coche, aportando bastante más que un grano de arena a este indescriptible caos. Sin embargo, yo no tolero el tráfico. La única forma de serpentear las interminables filas de coches es la moto. No conduzco yo. Bendita la hora en que crearon esta aplicación. Hay quien encontrará ridículo ver a un extranjero yendo de paquete en una destartalada moto. A mí, en cambio, me parece práctico y me hace estar más en contacto con la realidad de la ciudad, el laberinto que ofrecen sus miles de callejuelas y, sobre todo, las personas que habitan en ellas.
El conductor me indica en el idioma local que se acerca lluvia y me despierta del coma reflexivo al que me inducen estos trayectos a mi casa. Observo cada detalle que me encuentro. No importa cuántos años lleve viviendo aquí, me sigo permitiendo sorprenderme a diario. Dirijo mi vista al frente e intuyo lo que, a priori, parece el apocalipsis. Ya las he visto antes. Esas nubes descargan cantidades de agua que asustarían a cualquiera. El trópico va a demostrarnos su fuerza.
Un semáforo, minúsculo síntoma del desarrollo que ha sufrido la ciudad durante los últimos años, hace las veces de portero de discoteca impidiéndonos adentrarnos en el gigantesco cruce. Acaba de ponerse en rojo. Todos los que van en moto aprovechan para cubrirse de bolsas de plástico. Cada segundo cuenta. Temo por mi teléfono. Por mi ordenador. Por mis auriculares. Incluso dedico un instante a preguntarme si mis zapatos sobrevivirán a la tromba. Busco a mi alrededor algún vendedor ambulante pero no encuentro nada que me pueda cubrir.
Entonces los veo. Otra familia más en una carretilla. Comen, duermen y conviven ahí. Asoma la cara de un niño de seis años y observa el descontrolado protocolo que precede a la tempestad. De un salto se dirige uno por uno a todos los figurantes de la escena que esperan impacientes. Nadie le da nada. Están preocupados por la tormenta.
Cruzamos la mirada. Me sonríe. No puedo evitar devolvérsela. Corre hacia mí valiéndose de sus curtidos pies descalzos sorteando todo lo que encuentra a su paso. Señala a su familia. Su padre está cubriendo con una lona la carretilla mientras su madre y su hermano se acomodan dentro. Me está invitando a refugiarme con ellos. Algo dentro de mí se rompe. Quiero hablarle pero no me salen las palabras. El rugido de los motores interrumpe el momento. Luz verde.
Deduzco que es algo vivido y presenciado por vos, quizá me equivoco.
En cualquier caso,tan real, como injusto.
Me ha encantado Mikel!
Saludos Insurgentes