Tan solo doscientos metros me separan de la gloria eterna. Miro el regulador y hago las cuentas oportunas para saber si dispondré del oxígeno suficiente para coronar el codiciado Makalu, único ochomil del Himalaya que aún no he tachado de la lista.
¡Joder! Tengo la cantidad precisa para alcanzar la cima pero no para bajar. A estas alturas abandonar no debería ser una opción, pero tampoco quiero que esta montaña se convierta en mi tumba.
Dirijo la mirada al cielo. Está cubierto por nubes tan densas que me extraña no poder ver dibujos en ellas al tratar de hacer volar mi imaginación. Extiendo los brazos aspirando alcanzar una; está tan cerca que siento que seré capaz de acariciarla con mis dedos una vez consiga hacer cumbre.
«Si quieres algo, encuentra la forma de conseguirlo, no busques excusas. Pelea siempre hasta el final».
Me viene a la mente esta frase de mi amigo Avery. Vivía obsesionado con conquistar las cúspides del mundo y su porfía acostumbraba a ver cada ascensión como una lucha a muerte del hombre contra la montaña. En su último enfrentamiento, el combate lo ganó el temible Annapurna; aquel fatídico julio no solo perdí a mi compañero de batallas, también a mi mejor amigo.
El recuerdo de Avery me rompe por dentro. Me dejo caer al suelo derrotado por mis sentimientos. Aquí, sentado en el suelo, busco la cumbre con la mirada pero las nubes me lo impiden. Sé que está ahí, al otro lado del manto blanquecino.
Aprieto los labios cuando siento cómo una lágrima se desliza sobre mi mejilla.
«Si quieres algo, encuentra la forma de conseguirlo, no busques excusas. Pelea siempre hasta el final».
Me incorporo torpemente flexionando las rodillas y comienzo el descenso. El mejor modo que se me ocurre ahora de alcanzar la cima del Makalu es intentarlo en otra ocasión.
Un final prometedor (ya que no perece y vivirá para combatir la montaña otro día).
Buen relato.