«Las montañas tienen fauces... y a veces dientes»

La sombra cruzó por encima de su cabeza. A pesar del dolor que lo atenazaba el joven escalador levantó la mirada hacía la entrada de la grieta, ocho metros más arriba. Un puñado de nieve cayó sobre su cara mientras trataba de gritar, sin embargo, su garganta no emitió sonido alguno. Angustiado, lo intento una y otra vez, pero el silencio se había apoderado de su laringe; llevaba casi dos días atrapado en ese estrecho agujero, con una pierna destrozada, varias costillas rotas... y una extraña sensación de adormecimiento en la piel.

De pronto, la desesperación comenzó a mostrarle los colmillos y supo, en ese instante, que debía alejarla porque su compañera de siempre, la muerte, no andaría lejos. Otra sombra saltó por encima de la grieta, pero, por lo visto, tampoco le dio importancia a la pequeña hendidura que había cerca de la cima del nevado.

«La montaña se traga a todo el que la menosprecia» le había dicho un viejo sherpa cuando le aconsejó que no subiera solo.

«Las montañas no tienen fauces o dientes para tragarse nada» le había contestado..., aunque recordó ese momento con algo de vergüenza.

Angustiado, trató una vez más de gritar o de silbar, pero ni su boca ni sus labios tenían la fuerza para hacerse sentir. Una lagrima se asomó y casi de inmediato se cristalizó. En un último esfuerzo trató de chasquear los dedos, pero por más que lo intentó no logró que su mano se despertara. Resignado, soltó un suspiro y comenzó a gimotear... hasta que escuchó el ladrido... y luego otro.

La cabeza de un pastor belga se asomó, tratando de meter el morro por la pequeña hendidura.

«Estas fauces si me gustan» pensó, llorando sin parar, mientras la nieve seguía cayendo junto a gruesos hilos de saliva que se descolgaban sobre su rostro amoratado.