Al atravesar el portal, Marcelo decidió que aquel iba a ser el día del gran golpe. Era lunes y lucía un sol espléndido en el cielo.
El cursor oscila junto al punto y aparte.
¿Es un ladrón? ¿Un estafador de millonarios? ¿Son los lunes los días más propicios para dar un buen golpe?
El teléfono interrumpe las reflexiones de la escritora. Durante dos minutos suena infatigable la melodía de Shakin Stevens, que le ha asignado a las llamadas de Bernardo. Hoy tampoco le va a contestar.
La música se corta de repente y se oye a continuación la campanilla que anuncia la entrada de un mensaje de whatsapp.
Mejor no abrirlo. Que no sepa que he leído el mensaje. Que crea que estoy durmiendo, que estoy ocupada, que estoy metida en la ducha, piensa la autora.
Ha desayunado un vaso de leche, aunque anoche no cenó más que un zumo de pomelo. Estuvo cinco horas delante del ordenador y acabó quedándose dormida sobre el teclado.
Al menos tengo una frase para comenzar, se dijo cuando se fue a la cama, de madrugada, dejando el ordenador encendido y el documento “segunda novela” abierto a lo alto y ancho de la pantalla.
Y tengo un nombre. Marcelo.
Es un nombre que evoca a Mastroianni. Un nombre que ha salido de sus dedos espontáneamente, sin que nada o nadie real le sirviera de inspiración.
¿Cuántos años tiene Marcelo? ¿Vive en una ciudad, en un pueblo? ¿Tiene familia, novia, amante, hijos?
Debería tomar apuntes, hacer un esquema, trazar una serie de perfiles, pergeñar una intriga….
De un cajón de la mesa saca una libreta y un rotulador. Aparta el teclado y el ratón a un lado del tablero y se dispone a tomar notas en una página en blanco.
El teléfono vuelve a sonar antes de que haya apoyado la punta del rotulador en la hoja de la libreta. Aguanta el sonido hasta que se extingue y, luego, hasta que vuelve a sonar la campanilla de notificación de whatsapp.
Bernardo debe estar mosqueado. En su móvil se acumulan una treintena de llamadas perdidas. Y no se las va a devolver porque no está dispuesta a escuchar un sermón como el que le echó el otro día, cuando ella puso pegas a las condiciones del contrato para la publicación de su segunda novela.
Publicar la primera fue muy complicado pero Bernardo apostó por ella y encontró una pequeña editorial que ha hecho un negocio redondo con la ópera prima de una autora sin currículum literario.
Los cuantiosos beneficios le han permitido dejar su trabajo de oficinista. Y con la fama le han surgido docenas de invitaciones para asistir a eventos culturales en todo el país, para participar en tertulias de televisión, para ser homenajeada en fiestas sociales. Hasta le ofrecieron presentar un festival de rock duro en una localidad levantina.
Su agenda ha estado tan repleta de citas durante los doce últimos meses que no le ha quedado tiempo ni energía mental para escribir un simple párrafo.
Y ahora Bernardo la está acuciando. Hace una semana le comunicó que había concertado una entrevista con un directivo de un emporio mediático para negociar la publicación de su próxima novela y su promoción en España y América.
La quieren para diciembre, le dijo Bernardo el pasado jueves delante de dos copas de vino con las que brindaron por el bestsellers que se estaba ya cocinando en el ordenador de la escritora. No se atrevió ella a confesar que de la novela próxima no existía aún ni una línea. Que ni se estaba cocinando en su ordenador una historia ni disponía de los ingredientes imprescindibles para elaborar el guiso.
Lo único que acertó a decir, farfullando, es que necesitaba ampliar el plazo hasta la primavera. Bernardo respondió, airadamente, que si la segunda novela no salía de inmediato perdería el favor del público. Dirán que no sabes escribir, que has acertado por casualidad, que no tienes oficio… ¡Menuda bronca se tragó!
Antes de que se produzca otra llamada de Bernardo, coge el teléfono, pulsa la tecla de “modo silencio” y abre la lista de contactos, buscando una solución a su problema.
Llamaré a la tía Claudia y me iré con ella al pueblo, me encerraré en un cuarto y no saldré hasta que la novela esté terminada. O a la prima Rosa, que vive en un piso junto al mar. Seguro que el ruido de las olas me relaja y me inspira. O a Ramón… aunque esta semana le tocan los críos y no estará ni para un revolcón.
Las horas transcurren implacables sin que la escritora, elucubrando sobre posibles escenarios y aliados para salir del atasco, haya añadido ni una coma a las dos frases que trazó anoche.
Bernardo sigue llamando cada hora. Y apostaría a que ha sido él quien ha tocado, con insistencia impropia del cartero, el timbre del portal a mediodía.
Desde la leche del desayuno, no ha comido nada. Debería prepararse una merienda, a ver si con el alimento acuden las musas a soplarle al oído alguna idea aceptable.
¿Quién es Marcelo? ¿Un joven sinvergüenza que vive de sus trucos? ¿Un señor respetable que va a imponer justicia? ¿Un conductor de trenes, un asaltante de bancos, un burócrata aburrido? ¿Y si fuera Marcela? ¿Y si fuera una matrona en crisis, una escaladora accidentada, una adolescente con canal propio en youtube?
Mientras especula sobre su personaje, se encamina a la cocina para buscar unas galletas o una fruta con las que saciar el hambre que le retuerce las tripas.
Entonces suena el timbre de la puerta. ¡De la puerta del piso!
¿Será Bernardo, que se ha colado en el portal? ¿Un vecino? ¿El del contador del agua?
Una voz nítida atraviesa la madera.
Ábreme, Lucía. Abre la puerta. Soy yo, ¿no me reconoces?
La escritora aguarda un instante, sin moverse.
Vengo a ayudarte, Lucía. ¿No me reconoces? Soy Marcelo. Tu Marcelo, Lucía.
Ábreme la puerta.
Enhorabuena y suerte.