Otro martes más en Nueva York.
Había salido de casa a las siete de la mañana y ya estaba en medio de un atasco. El sonido de las bocinas de los coches, el grito de los impacientes y la música de principios de los 2000 que salía de las radios, me hacía sentir como en casa. Era la rutina de una vida que elegí y en la que no podía ser más feliz.
Desde que conseguí un trabajo en las famosas Torres Gemelas, me habían ascendido, había conocido el amor y había sido madre de una pequeña gamberrilla. No podía pedirle más a la vida.
Aparentemente era un día cualquiera en la oficina. Un hervidero de gente de aquí para allá, papeles, teléfonos sonando, cafés por todas partes… Hasta que se desató el caos.
Un temblor que anunciaba muerte sacudió la torre norte, donde yo trabajaba. Las luces parpadearon y se apagaron, la gente empezó a gritar y a correr sin saber muy bien a donde ir.
El techo se precipitó sobre nuestras cabezas y yo caí en un fundido a negro.
⸙⸙⸙
El balanceo me despertó.
Tenía la vista desenfocada y la boca llena de polvo. El dolor que me recorrió la pierna amenazaba con ahogarme. Intenté hablar y no pude. Estaba chocando contra la espalda de alguien que me llevaba sobre su hombro.
Minutos más tarde, sentada en un hospital improvisado, la verdad de lo ocurrido me abofeteó la cara. La humanidad, una vez más, perdió la cordura para satisfacer a un Dios que promete gloria a cambio de vidas inocentes.
Por un día, “La Muerte” tuvo demasiado trabajo. Yo solo puedo dar gracias por haber esquivado su guadaña.