La suerte ya estaba echada. Sentado en el pupitre, las piernas se agitaban. Tenía colocados todos los utensilios que iba a necesitar y llenaba la espera ordenándolos con precisión milimétrica, mientras probaba a recordar algún que otro algoritmo. Desatendía a su estómago, con una atadura cuyos lazos soportaban la tensión de años de excelencia inculcada. Metió la mano en el bolsillo para sacarse dos orfidales, sustraídos de la madre; los miró y, tras retirarles el envoltorio, se los tragó.
Lo tenía decidido: después de aquel examen, le dejaría las cosas claras al catedrático. Llevaba unos minutos enfrascado en su batalla mental cuando se dio cuenta de que la prueba yacía aburrida encima de la mesa. En la sien, punzadas y en el corazón, taquicardia. Buscó el reloj de pared y se alarmó con los cinco minutos desperdiciados. Leyó, presuroso, pero no entendía nada. Cerró los ojos, se dio ánimos y respiró.
Inhaló y exhaló doce veces hasta que fue un mar calmo. Abrió los ojos, volvió a leer, pero esta vez, con lentitud. Ahora sí tenía claro qué hacer. Tiró líneas con la regla y después tomó el transportador. Marcó unos puntos, colocó la regla y dibujó un polígono de ocho lados. Al unir la última línea ¡empezó a caer al vacío! Sintió pánico por el descenso, brutal y breve. Sin embargo, al impactar tan solo notó un vuelco en el estómago. Después de recuperarse vio una extensión de color blanco roto. Echó a andar hasta que encontró una marca. Era un línea recta perfecta. Comenzó a prestidigitar por encima de ella y vio que el camino viraba de forma regular hacia adentro. No terminaba nunca el sendero hasta que se dio cuenta de que estaba dando vueltas. Sacó un bolígrafo, marcó el suelo y retomó la marcha por encima del trazado. Cuando llegó al punto marcado reparó en que había ocho giros.
¡Un octógono!
No puede ser, justo lo que trazó antes. ¿Estaba sobre el folio? Se llevó las manos a la cabeza, estirándose los mechones y gritó, obteniendo por única respuesta su propio eco. Un momento, si salgo de la hoja tal vez recupere mi tamaño, pensó. Así que echó a correr y cuando iba a rebasar uno de los lados se dio de bruces contra una pared invisible. Después probó otro lado, con el mismo resultado. Un hilo de sangre descendía, desde su nariz, manchando la camiseta. Derrotado, yació llorando y acabó dormido.
Pasado un rato, la campana del aula le sobresaltó. El tiempo había concluido y él, que tenía la cabeza descansando sobre los brazos recogidos encima de la mesa, había dejado todas las preguntas en blanco, a excepción de un perfecto octógono con un microscópico punto escarlata en su interior.
Saludos
Es un placer volver a leerte por estos lares José!
Saludos Insurgentes
Saludos Insurgentes