«Me ama, no me ama...»

Ojos verdes que miran con calma.
Piel blanca que ilumina aun a plena luz del día.
Pelo castaño que vuela junto al viento.
Manos largas, bellas y sedosas, de las que acarician y cierran cicatrices a su paso. De esas que solo saben sanar.
Y aroma... silvestre, como los pajarillos de colores que te reciben con su canto al entrar.

Su estancia en la ciudad era tan corta que apenas había tiempo de coincidir con ella. Para algunos, Margarita llevaba consigo una desdicha. Para otros, Margarita era solo la prueba de que sí, de que a veces el amor sí que es bidireccional, sí que puede ser mutuo. Todos acudían a ella esperanzados, deseando que terminara de deshojar su flor en el momento indicado, en el que sí.

Entrar en su escondite significaba embriagarse de olores florales, de tulipanes de todos los colores, de lavanda que nunca mitiga su intensidad y se clava en tu ropa... Abejas rondando con libertad, mariposas ondeando sus alas sin cesar, el sol robando el frío de la época anterior, calentándote... Y, frente a mí, ella: sus dedos bailaban sobre los pétalos de la flor con atención, desnudándola, acercándome hacia el veredicto final.

Sus ojos se clavaron a los míos. La calma seguí ahí, rodeando sus pupilas. Pero esa misma calma, por muy gran de que fuera, no podía instalarse en mi cuerpo. Para ello, primero ella debía hablar.

Seguía mirándome con serenidad. Sus manos, en cambio, trabajaban de forma automática, como si una maquinaria la estuviera dominando.

Necesitaba que hablara, y habló.

-Te quiere -pronunció. -Definitivamente, te quiere.

Y la flor se deshojó.