Agonía, lo que me pasaba bordeaba los límites del dolor.
Mi talento había desaparecido.
A mis 5 años ya redactaba cuentos y poesías, la primera mujer a la que le regalé un escrito fue a mi madre, “La rosa roja”, lleno de errores ortográficos.
Después vinieron la profesora de literatura, y mis primeras novias.
Luego le perdí el gusto al romanticismo y me dediqué a contar cuentos a las chicas para llevarlas a la cama.
Pero eso no es importante, salvo por la intuición que tengo de que una de las últimas mujeres con las que estuve, me hechizó y no en el mejor sentido de la palabra.
Anna, la susodicha estaba metida en rollo “espiritual”. Podía decir, vibra, energía, manifiesto, chakras cada cinco frases en una conversación. Me leyó la carta astral, mi Venus y Luna en Acuario parecían preocuparle, según ella, eran la causa de mi desapego a las relaciones.
Pero no fue la fuerte energía acuariana que me rodea lo que desencadenó su odio hacia mí, sino el hecho de que me acosté con su mejor amiga, que, a propósito, era un Escorpio, tremendamente sensual, con dos tetas que no me cabían en las manos. Ahí le agarré el gusto a la astrología.
Después de la “traición” Anna me pidió vernos, parecía muy serena, fuimos a un café, me sonrió, ordenamos y quedamos callados uno frente a la otra. Hasta que rompí el hielo:
–– Anna, lo siento. No quería que lo nuestro terminara así. ––
–– David calla. No es necesario que te disculpes… cuando no lo sientes. –– Puso las palmas sobre la mesa y me clavó los ojos, pronunciando muy lentamente esta sentencia: “Deseo que todo lo que es preciado para ti, se desvanezca”. –– agregó algo muy extraño: “Avada Kedavra”.–– De un manotazo me volcó el café, manchando mi camiseta y pantalón. Se levantó y esfumó tan rápido que parecía que sus pies no tocasen el suelo.
“Vaya perra” resumí en voz alta.
Acababa de publicar mi primera novela de ciencia ficción con una editorial reconocida mundialmente, y estaba siendo publicitado por todas partes, retomé una teoría de Stephen Hawking sobre los agujeros negros y los hologramas sumándole una historia dramática de amor.
La crítica decía que se me podría nominar a los premios Hugo con esta obra: “Uno de los autores más jóvenes del género.”
Estaba escribiendo mi segunda novela para la misma editorial, firme cada mañana, siguiendo una rutina ganadora.
Me puse frente al teclado salvo que no podía ni tocar una puta tecla. Llevaba apuntado y revisado lo que tenía que desarrollar, pero no podía escribir. Empecé a sudar, me atormentaba escribir, era algo que jamás había sentido en mi vida. Un soplo maquiavélico y helado me hizo temblar hasta castañear los dientes. Mi mano derecha parecía súbitamente enferma de Parkinson al punto que empecé a golpear el teclado con ritmo.
Violentamente empujé la laptop y salté de la silla llorando a gritos como un recién nacido.
Iba a fracasar como escritor, en esta mi nueva vida sin talento.
Me emborraché durante unos días hasta retomar el coraje para volver a sentarme frente a la pantalla. Sucedió de nuevo, una y otra vez, el miedo estaba ahí apretándome los huevos con dos firmes manos.
De repente, algo de luz entró en mi mente, una idea que me salió del corazón y se disparó a mi cabeza: busca una respuesta científica.
Tenía que haber una forma de entender lo que me pasaba con la ciencia, así googleando información sobre repentinas enfermedades anormales y agregando las palabras “espiritualidad” (a causa de Anna) + “ciencia” di con el scanner GDV para ver el aura.
Unos rusos a través del desarrollo de teorías de campos magnéticos aplicadas al mapa de los Chakras, construyeron un aparato capaz de medir la energía humana.
Cogí una cita con un tal Dr. Korotkov quien simplemente poniendo mi dedo en un pequeño aparato, dedujo que tenía el aura de la zona de la cabeza completamente vacía, referente a los centros de las ideas y la conceptualización.
–– ¡No hay nada en mi cabeza! –– Dije aterrorizado, observando en su monitor, una silueta del cuerpo humano rodeada de luces de colores, solo del cuello para abajo.
–– No existe la nada David, siempre hay algo. –– Respondió con un fuerte acento ruso. –– El aura es luz, el problema es que la velocidad de la luz en su cabeza es tan lenta que resulta imperceptible. ––
–– Eso es imposible ¡nada puede alterar la velocidad de la luz! –– grité endemoniado.
Korotkov también parecía consternado.
–– Mire, no sé lo que le haya sucedido, pero sí, veo que tiene mucha luz en la zona genital, el sacro de su energía. El razonamiento lógico sería reemplazar una energía con otra. Es un procedimiento que tenemos en proyecto para enfermedades crónicas. No tiene licencia todavía pero podríamos procurar “mover” las energías de sus centros para equilibrarle. ––
–– Hagámoslo. –– Respondí desesperado. ––
El doctor sostuvo mi mirada. Era calvo y con cejas ralas, lo que hacia qué sus ojos, bien negros, destacaran más.
–– Sígame a esta otra sala.–– Dijo mientras se levantaba y me enseñaba una puerta.––
Había una camilla con unos cinturones para atar las muñecas y los pies. Me dio un escalofrío.
Encima de ella, empotrada al techo, relucía el reflejo de una pantalla plana.
–– Echarse. –– Vamos a transferir la energía acumulada en una zona - señaló mis genitales. –– A otra. –– señaló mi cabeza. –– mediante radiación electromagnética de alta potencia. ––
Sonaba peligroso, pero el recuerdo del miedo al fracaso me animó y me recosté en la camilla. Me ataron.
–– ¿Listo? A ello. –– Korotkov activó la pantalla mediante un comando, con su gélida forma de actuar.
Un hormigueo potente se apoderó de mi cuerpo, me escocía terriblemente y se acumulaba en mis genitales. Me contorsioné, aullé y todo desapareció.
Desperté con un notable dolor en mis partes bajas, pero en mi cabeza las ideas flotaban cómodas. Ya no tenía miedo a escribir, esa sensación se había ido, ahora la reemplazaba:
El terrible miedo a follar.
¡Matadme ya!