Era un lunes temprano y no tenía mucho que hacer. En una cafetería casposa desayunaba ligero y, sobre todo, barato. La televisión cacareaba las malditas noticias. El ritmo infernal del presentador, pasando de un tema a otro, martilleaba mi ánimo.
—Puta política —murmuré.
—¿Qué has dicho? —respondió el camarero mientras secaba unos vasos.
—Todos los días es la misma historia. No sé por qué son noticia estos impresentables. Paso de la política.
—Ahí afuera hay alguien que te puede explicar por qué no hay que pasar.
Levanté la mirada. En un banco, un anciano parecía disfrutar de los primeros rayos del sol.
—¿Quién es?
—Jacinto Losada. El mejor político que ha parido este país.
Me pregunté cómo no lo conocía y, con sonrojo, pagué para salir presto. Me dirigí hacia ese banco; al fin y al cabo, yo no tenía mucho que hacer. Me senté y, al poco, hablé sin rodeos.
—Dígame, ¿le importa la política?
Se sobresaltó como si no hubiese advertido mi presencia. Sin embargo, pronto se repuso.
—La política es intrínseca a la vida —dijo con lentitud—. Pero como la vida, cada vez está más desnaturalizada. Súmale que ya no existen los líderes de antaño.
—¿Líderes como usted?
No respondió. Volviéndose hacia las palomas que merodeaban lanzó un puñado de migas extraídas de una bolsa. Después tomó más pedacitos de pan y los envió al otro extremo. Así estuvo unos minutos dirigiéndolas a su antojo. Volví a insistir:
—Usted lo lleva en las venas: tiende a que le sigan.
El anciano sonrió, supongo que sintiéndose vencido por un principiante. Por fin habló:
—Manejar la dialéctica es importante para un buen político, pero para ejercer liderazgo tus valores deben ser solemnes —dijo, al tiempo que levantó los brazos formando una cruz. Como adiestradas, decenas de pájaros se le posaron encima. Con gravedad, concluyó—. Ya lo dijo Roosevelt: un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Saludos Insurgentes