No sabía cuánto tiempo hacía desde que escuché el primer estruendo. Todo el mundo corría despavorido hacia los lados. Algunos decían que había sido una bomba, otros que la explosión podría haber sido de gas. Yo creía lo que me decía Ridley, que había visto a un avión dirigirse hacia la torre norte y se estrellaba en ella. Salía fuego y humo.
Pánico.
Vi a gente saltar por las ventanas. Decidí correr.
Estaba en la planta noventa y tres. Eso significaba que tenía por delante mil cuatrocientos escalones. A mi favor, la gravedad. En contra, todas las personas que trabajaban en las plantas por las que tenía que pasar.
Ya en la noventa y dos vi gente en el suelo. El miedo se había apoderado de ellos y caían por intentar ir más rápido de lo recomendable. Todos los simulacros de emergencias que habíamos hecho los años anteriores para desalojar la torre en caso incendio no sirvieron de nada. Cuando el miedo aparece no hay ensayos, solo el instinto por salvarse. Comencé a saltar por encima de algunos cuerpos quejicosos, otros se levantaban justo cuando yo pasaba al lado. Algunos no se movían.
Cuando llegué a la cuarenta, uno de ellos estaba parado mirando por la cristalera hacia la torre norte. El humo salía a borbotones, como si le hubieran hecho un corte en una arteria. De vez en cuando una llamarada anunciaba el principio del fin de la torre. Decidí comenzar a correr, pasara lo que pasara.
Llegué a la planta baja y salí a la calle. Un ruido ensordecedor comenzaba a acercarse. Miré al cielo. Estupefacto ante la imagen que vi. El avión pasó sobre nuestras cabezas y se estrelló en diagonal contra la torre. El ruido de millones de cristales cayendo es lo último que recuerdo.