Aprendí a escribir con un método y todavía no he podido cambiarlo. Seguramente tampoco he querido. No he conseguido escribir una novela -eso sí que lo he intentado- porque no puedo estar más de tres días con la misma historia entre manos. Y claro, escribir una novela en tres días, incluso sin parar durante 72 horas, es bastante complicado. Casi todos los relatos los empiezo sin un punto fijo al que ir, con una pequeña idea que se desarrolla hasta que la historia se cansa de mí o yo me canso de ella. El huevo y la gallina, sobre el papel. Ante la expectativa de un nuevo relato, confío en que no me voy a cansar de él, voy a seguir escribiendo, el ímpetu me durará semanas o incluso meses, y escribiré por fin la novela. Pero al tercer día, esté como esté, pongo sin querer el punto final. Los cuentos ahora no hace falta ni cerrarlos.
Como digo, tengo un mismo método. Antes de empezar a escribir, pongo una pequeña pieza de madera en la tecla con la que se puede borrar. La bloqueo, digamos, simplemente para frustrar el impulso de corregir sobre la marcha. Al principio me costó, pero ahora escribo sin levantar la cabeza del teclado. Cuando pongo el punto final -como decía, normalmente a los tres días-, imprimo el nuevo relato y lo guardo en la nevera. No pretendo disimular que es una gilipollez, porque lo es, pero con ese extraño gesto cumplo un doble objetivo.
El primero es simplemente organizativo. Hace años que solo desayuno un vaso de leche fría y fruta fresca. Después de coger la pieza, normalmente un plátano o una pera, de servirme el vaso de leche y guardar el tetrabrik, cojo el relato imprimido el día anterior. Verán que, de momento, es una mera cuestión práctica. Pero con los años me he dado cuenta de que algo les sucede a los relatos durante la noche. Es como si de la impresora salieran calientes porque se acaban de hornear y necesitaran enfriarse para ver sus fallos. Y ningún sitio para enfriarse como la nevera.
Esta mañana, bebía el vaso de leche mientras corregía el relato con un lápiz recién afilado. Con las dos o tres hojas llenas de tachones, me siento delante del ordenador, desbloqueo la tecla para borrar, y empiezo a eliminar todo lo que sobra, que suele ser muchísimo.
En el origen, la historia de mi último relato empezaba por un escritor. Me considero joven, incluso un escritor novel, y todavía no conozco los entresijos de algo tan complicado. Creía que plasmándolos en un personaje los iba a entender, pero ni así. Tampoco este es el tema. En definitiva, en mi relato, el escritor, preso de un bloqueo que le duraba años, decidía escribir un libro en el que el protagonista principal también fuera un escritor. Era una especie de juego -como toda la literatura- de muñecas rusas, que en un principio no deberían abrirse mucho más, pero como he dicho antes, escribo sin brújula y puedo perderme hasta que me canse y aprieto el botón del punto final, aunque en realidad es el de abandonar el juego.
Para hacerlo imprevisible, el tercer o cuarto escritor ya no escribía sobre otro escritor, sino de un periodista, también para escribir un poco sobre mí. En esa dicotomía que a veces tenemos que dirimir a los que nos gusta escribir, me decidí en el último momento por periodismo, seguramente por eso al final soy escritor. A veces nos dedicamos a lo segundo mejor que sabemos hacer. Había dos cosas que me apasionaban de escribir y ninguna era la literatura. Una era el tiempo, y en periodismo no lo tenía; la otra, la compañía, y en las redacciones tenía demasiada. Estar solo y poder escribir con el tiempo que fuera necesario me hicieron decantarme, tras varias intentos en diarios locales, por este oficio.
Mi periodista -bueno, era del escritor, que había salido de otro escritor, que a su vez había sido escrito por otro escritor, que ese ya sí que era mío- al final también se convertía en escritor. Cosas de la vida. Tras varios años como cronista de tenis, escribió la biografía del mejor jugador español de todos los tiempos. Fue bestseller durante nueve semanas, y solo por eso pensó que podía pasarse a la ficción. Aprovechaba las horas muertas en la redacción para escribir lo que él quería que fuera una novela sobre el oficio de periodista, que seguramente sea interesante como una de fontanería o carpintería, pero allá cada uno con sus temas. Me había metido tanto en el papel que a ese periodista -que lo había creado uno de mis personajes. que otro de mis personajes, que yo había escrito, había creado- ya no lo consideraba mío. Le pillé hasta manía.
Con el fin de que aquella historia, que ya me estaba, cansando no tuviera mucho recorrido, hice que basara su protagonista en una persona real, que tenía muy cerca en la redacción: el encargado de escribir obituarios. Ya no sabía cómo continuar esta maldita trama, así que, en ese juego de muñecas rusas, las hice saltar a todas por los aires. El protagonista de la novela del periodista, que era mi cuarto o quinto personaje, escribía el obituario del periodista, del escritor que había escrito sobre el escritor, y así hasta llegar a mí, que no me maté por si acaso. Pensé que era la forma más rápida de corregir todo lo anterior, aunque igualmente dejé el relato en la nevera.
Cuando he leído el papel frío esta mañana, la idea no me ha parecido tan buena como cuando lo estaba escribiendo. He empezado a corregir y me he quedado solo con el primer escritor, que ya se parecía mucho a mí, porque acababa de crear a un personaje que estaba a punto de imprimir un relato y dejarlo en la nevera.