«Nada es, todo es...»

Querida Faustina:
No soy quien crees. No, no lo soy. No soy tu adorado marido, el padre de todos tus hijos, ni el rebelde que todo lo podía. El que fue capaz de abandonarte para dar una vida mejor a la familia, incluso a todo el mundo en general.
Soy un cobarde y en mi desesperación por no contar una verdad, he vivido en la mentira. He engañado a todos.
No estaba de acuerdo en todos los ideales que he defendido hasta ahora. Sólo quería vivir tranquilo, con un huerto y animales era feliz. Pero una cosa llevó a la otra y acabé en Madrid, defendiendo los derechos de los trabajadores, los intereses de un pueblo que no quería más que vivir dignamente. En mi afán por no delatarme, intenté aunar un gran número de posturas, y no tuve reparos en servirme de mi proverbial labia para convencer a diestro y siniestro. Era el que apuntaba al cielo con el arma para no matar, como el mandamiento que me inculcaron en mi tierna infancia.
Nunca conseguimos ahorrar, todo lo entregué por la causa y para beneficencia.
Así fue como el nombre de tu marido Mariano, herido en el frente y que murió en mis brazos, a donde llegó tras muchas visicitudes, me pidió encarecidamente que siguiese con su obra. Y así lo hice: comenzó la gran mentira. Nunca sospechaste de mi: trate a tus hijos como hijos, fuí buen marido a pesar de que te dije que una herida de guerra nos impedía relaciones maritales. No es que no me atrajeras no, pero tenía que cumplir mi voto de castidad.
Espero me perdones.
Vicente.

Ella nunca creyó que fuese Mariano, siempre supo que era su gemelo Vicente. El cura.