Busco el móvil entre los montones de papeles de mi mesa. Las noticias son terribles, confusas. La Torre Norte del World Trade Center ha sido embestida por un avión. Estoy segura de que en breve sucederá lo mismo con su gemela, la Torre Sur. No hay cobertura. Tampoco se pueden hacer llamadas. Me gustaría hablar con mis padres por última vez, sé que me pondría a llorar, gritaría aterrada. No deseo morir, soy muy joven, me quedan demasiadas cosas pendientes. Mejor no tener la oportunidad de hacerlo. Redacto un correo, se lo envío a mi hermano para los tres. Saldrá con fallos, demasiados, mis dedos bailan nerviosos, espero que sea comprensible, no queda tiempo para corregir.
Escribo te quiero y lo mando a todos mis contactos, ya lo recibirán. Da igual si le llega al fontanero, al mensajero o a las personas con las que discutí y nunca me reconcilié. No suele sobrarnos un te quiero, al contrario, andamos escasos de ellos. Como nos ocurre a nosotros, mi niño, que nos hemos vuelto tacaños en frases cariñosas, incluso en besos. Esta mañana te marchaste sin darme uno, sería como me recordarías siempre, y no con mi cara enfurruñada por la discusión de anoche. No queda tiempo para demostrarte lo mucho que te amo ni para quitarme este mal carácter que me aleja de la gente que me importa.
Suena el teléfono interno, no queda tiempo para contestar, tengo que abrazar a mi compañera, se lo debo, por los momentos en los que evitó que estallase contra el mundo. Canto nuestra canción favorita y no dejo de mirar hacia la cristalera, quiero ver llegar al avión que hoy decidirá el destino de las dos, es mi penúltimo deseo. El último es salvarnos y recordar juntas este once de septiembre.