«Nos criamos juntos»

Mi mejor amigo. Nuestras madres nos pusieron a jugar juntos en el parque con no sé cuántos meses, y ya no nos habíamos separado. Lo pasamos todo, lo hicimos todo, lo vivimos todo. Sin enfadarnos jamás. Era la pieza fundamental de mi vida. La idea de decírselo se había introducido como una semilla en mi cerebro, y poco a poco había crecido, como un runrún, imparable. Se hizo necesario, se hizo vital. Tenía que contarlo, y solo podía ser a él. Frente a mí, sentados en el muro del malecón, con el mar como testigo, le desgrané mi verdad. Me miraba, entre incrédulo y asombrado. Le costó entender que no era una broma. Pero vi como su rostro se transformaba y me creyó. Las voces que se instalaron en mi cabeza cuando cumplí los 12 años. Las instrucciones que me dictaban para cambiar el mundo y los poderes que me habían concedido. Una a una, le describí mis acciones: a quién había ejecutado, cómo y por qué. La facilidad que esas voces habían otorgado a mis manos para el estrangulamiento. La necesidad de que esas personas desaparecieran de la faz de la Tierra. La paz interior que me inundaba al hacerlo. Le propuse ser mi Robin, mi compañero en esa aventura de superpoderes. Me sonrió y me acaricio la frente. Luego me denunció, y ahora espero aquí, sentado, a que el juez decida si estoy lo suficientemente cuerdo para que me frían en la silla eléctrica.