El señor Nicolás se sentaba debajo de aquel olmo todas las mañanas a eso de las doce. Llevaba una gorra de pana en invierno para cubrir su escaso pelo blanco. Con la camisa clara y una faja atada a la cintura recordaba un capítulo de la España vaciada. Caminaba con dos garrotes, hechos por él mismo con dos ramas de sabina. Su vista cansada ya no le permitía leer aun así se esforzaba en ojear los titulares de los periódicos que caían sobre sus manos aunque le llegasen con varios días de retraso.
—Estos políticos de hoy en día, no saben más que atacarse los unos a los otros—murmuró después de un rato—.Nunca sabrán lo valioso de la libertad.
—Abuelo, no lo entiendo-- le preguntó su biznieta.
—Hija, vosotros no sabéis nada. Miráis al pasado con aires de grandeza pero aquella época es para aprender de ella, no para resucitarla. Recuerdo el día que me metieron preso en el calabozo. Yo era el secretario del ayuntamiento en tiempos de la República. Llamaron a la puerta de mi casa, era ya de noche. Tu bisabuela se asustó mucho y se escondió en la despensa, debajo de la escalera, con tu abuela y sus dos hermanas.
—Nunca había oído esa historia.
—Esas cosas no se contaban. Se escondían. Yo era republicano y esa noche pasé miedo, mucho miedo. Y al día siguiente, y al otro, hasta que al final D. Fidel, el cura, entró a aquel sucio calabozo me dio un papel para que lo leyera y a las dos horas estaba con tu bisabuela, sentando junto a la estufa de leña, en silencio, callado, sin saber que decir pero atormentado.
—¿Qué ponía en aquel papel?—preguntó toda curiosa.
—Hoy por ti, mañana por mí.
Graciñas
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes