Camina con un traje negro que le cubre entero, guantes y sombrero de ala ancha. Oculta el rostro bajo una máscara blanca con un pico largo.
—Buongiorno, dottore della morte —le saluda, divertido, un niño.
Esconde una sonrisa con motivo de la libertad recién recuperada. Atrás han quedado veinte años de reclusión: primero, alistado en la marina hasta que, al final de la guerra, lo licenciaron tras meses hospitalizado; después, enrolado en un pesquero que terminó hundido y él naufragando en una isla durante una larga temporada; y al poco de ser rescatado, periplo de diez años entre rejas acusado de contrabando.
En todo ese tiempo no pudo olvidar la imagen de ella, Pamela, con quien compartió, en el instituto, muchas horas de charla, risas y confidencias. Dejó algo pendiente con ella y desde entonces no ha podido descansar. Daba por perdida la posibilidad de un reencuentro hasta que, por casualidad, la vio en un reportaje de los Carnavales de Venecia. Decía que acudía todos los años, siempre con el mismo disfraz: un vestido de seda rojo con un abundante tul amarillo y una máscara negra, ovalada y sin ningún rasgo facial. El suyo, concretaba, tenía un anagrama blanco en un lateral, para recordar la heráldica paterna. Ese detalle, aunque minúsculo, la hacía distinguible entre toda la muchedumbre.
Ha esperado demasiado y se encomienda a todos los santos y vírgenes para encontrarla.
El día transcurre con un esfuerzo tedioso, exasperante y agotador. En el momento previo al atardecer, sobre una góndola, cree verla. Decide lanzarse al agua y nadar hasta que la alcanza y se sube con dificultad.
—¡Pamela!
—¿Carlos?
—No he dejado de pensar en ti todo este tiempo.
—¿De veras?
—No podía olvidar que… te dejé un libro, primera edición y dedicado por el autor, ¡coño! Quiero recuperarlo.
El giro final desternillante.
Saludos Insurgentes
Si es que hay que devolver los libros, leñe!