«Llamando… César».
Al otro lado del teléfono César aceptó la llamada tras el tercer tono.
–¡Hola! ¿Qué haces? –saludó Romeo.
–Hoy no puedo verte. Imposible.
–Vaya… ¿de verdad?
–¡Mi mujer! ¡Que viene! ¡Chao!
Romeo observó decepcionado cómo el teléfono daba por finalizada la llamada.
Llevaba algo más de un año viéndose a escondidas con César, y desde la segunda cita, en la que supo que estaba casado y tenía una niña de cuatro años, anhelaba ser el causante del fracaso de dicho matrimonio. A él le gustaba llamarlo farsa, pero sabía que realmente no era así. César amaba a su mujer y a su vida, pero Romeo se resistía a creerlo.
Ocho meses atrás escribió la primera palabra de su segunda novela, una historia de temática gay que servía de continuación a su primera obra, libro que había conseguido vender 20000 ejemplares en su primer año de existencia. Para terminarla le quedaban «dos polvos», como él decía, y la inspiración le huía como César lo acababa de hacer.
Cogió el teléfono y buscó en su agenda. Se paró en la S, Sergio. Tras dudar unos segundos presionó el botón de llamada.
–¡Hombreeee! Venesolaaanooo…
–Hola Sergio.
–Buscas inspiración, a que sí.
–Bueno…
–En veinte minutos estoy en tu casa, morenazo.
Romeo suspiró. Ese día hubiera preferido a César, le inspiraba mucho más que Sergio. Este era rudo y salvaje, todas sus sesiones acababan igual. Pensaba el escritor que el porno había sido su maestro en asuntos sexuales. Con César era diferente, pues cada situación no se parecía en nada a la anterior. Él era más morboso, más juguetón, más experimental. Muchas de sus experiencias con el casado acababan plasmadas en su obra, y no dudaba de que gran parte de su éxito se debía a sus esporádicos encuentros.
Imaginando a su muso pero con el amargo de saber que sería otro quien vendría, dio un respingo al sonar su teléfono. Era César. Descolgó rápidamente.
–¿César?
–Oye, mi mujer se va con la niña y unas amigas al cine. He puesto una excusa. Voy a ir a verte. En quince minutos te veo, escritor.
–¡Espera!
Fue inútil, llamada finalizada.
¿Era verdad que sus dos amantes iban ahora mismo para su casa? ¿Y qué se suponía que debía hacer? ¿Un trío?
Antes de que César aceptara acostarse con Romeo este tuvo que aceptar una serie de normas. El infiel era muy estricto en cuanto a higiene se refería, pues le aterraba la idea de contagiar alguna enfermedad a su esposa. Las probabilidades de que eso sucediera se multiplicaban si Romeo era hombre promiscuo. En principio aceptó la norma, cruzando los dedos tras su bolso. Antes de someterse a tal voluntad debía conocer si merecía la pena. Y una primera vez fue suficiente para corroborar que sí la merecía.
Los primeros meses no se acostó con nadie más que con él, pero sus encuentros se mecían al capricho y a la agenda de César, y eso le resultaba insuficiente. Por eso le venía muy bien tener a Sergio en la recámara.
Estuvo más de un minuto con las piernas y las manos bailándole, nervioso como pocas veces. Si César se enteraba de que se veía con otro se acabó.
Llamó a Sergio.
–Sergio, creo que ha sido mala idea. No me encuentro muy bien. Me duele la barriga.
–¡Qué me estás contando! ¡Ya estoy en el metro, de camino!
–De verdad, me encuentro mal.
–Te dejaré tus quince minutitos en el baño, no tengo planes hoy. ¡Mejor si lo sueltas antes!
Antes de poder contestar Sergio colgó. Romeo hizo una mueca ante el desagradable comentario. ¿Cómo inspirarse con semejante individuo?
No sabía qué hacer. Su mente le conducía al ominoso camino en el que tres años de relación acababan abruptamente. Sin una despedida, solo la vergüenza que supone descubrir una mentira. Decidió apagar todas las luces del piso y no abrir a ninguno. El destino quería jugar a que llegarían al mismo tiempo, pero si dos minutos separaban el momento podría salvarse.
Dejó pasar el tiempo, mirando por la ventana la calle. Desde el cuarto piso que habitaba veía perfectamente por dónde llegarían. Amparado por la oscuridad dejó correr los minutos hasta que los vio. A los dos.
Para grandísima sorpresa del escritor, ambos se reconocieron. Es más, los dos se saludaron con un fraternal abrazo. Un potente ataque de celos, tan ambiguo como irracional, le dominó. Romeo apretó los dientes y sintió su cabeza a punto de explotar.
***–¡César! ¿Qué haces por aquí?
–Hostia, Sergio.
Ambos hombres se abrazaron como saludo.
–Compré una cosilla en una tienda, vengo a recogerlo –mintió César, apoyado en el hombro de Sergio–. ¿Y tú?
–He venido a ver a un amigo, ya sabes. Vive ahí –Sergio señaló la finca.
Los dos se quedaron mirando las ventanas de Romeo, César más rato.
–Bueno, ¿y cómo está la familia?
Entonces César frunció el ceño. Una de las ventanas del piso de su amante se abrió y de ella salió despedido un objeto. Sergio desvió su atención y ambos recorrieron con la mirada la trayectoria del arrojado. Se trataba del portátil de Romeo, que acabó estrellado y hecho añicos contra el asfalto lanzado desde un cuarto piso. Existió la suerte de que no dio a nadie ni a nada. En él, aparte de archivos varios, estaba el documento con las 320 páginas escritas en los últimos ocho meses. La única copia estaba en ese ordenador.
César y Sergio se sobresaltaron al estrellarse la máquina contra el suelo. Extrañados, vieron cerrarse la ventana desde la que había salido escupido.
–Creo que eso lo acaba de hacer mi amigo –afirmó Sergio, confundido.
César aguantó el gesto ante la información que se filtraba por sus orejas. ¿Qué estaba pasando? No era momento de averiguarlo, debía disimular.
–Bueno, primo, saluda a tu mujer y a tu hija de mi parte. Si me echo a este de novio un día haremos una cenita. ¡Adiós!
Pues la idea del trío podría haber colado quizás (?