Estoy sentado en la cafetería de la universidad mostrándole el primer capítulo de una novela de género fantástico a una de mis mejores amigas, lo primero que escribo en mi vida.
— Es buenísimo —me dice Loreto con lágrimas en los ojos.
Ahí me doy de bruces con mi talento, una peculiar y efectiva forma de juntar palabras, y decido que quiero ser escritor.
Un día cae en mis manos la publicidad de un concurso literario. Pretenden que escriba sobre escribir. Cuando por fin me decido, una idea que ronda mi cabeza desde hace tiempo se materializa en un relato de mil palabras. Se trata de describir con pelos y señales el ingrato periplo de mis obras a través de agencias, editoriales y el mundo de los libros, pero también un poco el transcurrir de mi vida entre tanto. Lo hago al más puro estilo beatnick porque me paro a pensar en Kerouac, en cuanto lo admiraba cuando todavía le presentaba bocetos a Loreto.
El caso es que mi relato gusta, gusta de verdad, casi tanto como le gustaría La Sombra del Viento a un lector que huye de los bestseller. Tras recibir el modesto premio, me llaman de una agencia y me preguntan si tengo alguna obra larga depurando el mismo estilo realista. Miento y les contesto que sí. Me piden que se lo entregue, vuelvo a mentir y digo que no, esgrimiendo la excusa de que aún le quedan muchas correcciones. Me interrogan acerca de cuánto tiempo me costaría terminarlo y dejarlo listo. Miento otra vez, esta vez de la manera más absurda, y respondo que un año. La cosa es que aún así esperan. ¿Por qué no habrían de hacerlo? Yo puede que pierda tiempo y algo de dignidad en el proceso, el mundo se perdería el mejor autor de estos tiempo, pero ellos, ellos no pierden nada.
La cuestión es que escribo una novela autobiográfica sobre mi vida de mierda. En vez de hablar de borracheras, drogas, sexo, música y fiestas con amigos como los Beat, me limito a viajar por el prosaico paisaje de un hombre de mediana edad del siglo veintiuno, lo que supone trabajar por cuenta ajena, ser autónomo o emprender con tu propia empresa, las encrucijadas sentimentales de un divorcio, el posterior e inevitable nuevo enamoramiento, lo que cuesta criar a dos hijos, lo absorbente que es nuestra sociedad moderna, el escaso tiempo para hacer deporte, para pasear, para ver un atardecer, para reunirte con amigos, para alimentar pasiones y vivir haciendo que la vida merezca la pena. Todo eso sin tapujos. Y resulta que les gusta, les gusta mucho. A los de la editorial y al más de millón de lectores que durante el primer año compran mi libro, seducidos por quién sabe el motivo, quizá empatizando con mis dimes y diretes, haciendo suyos mis problemas, simpatizando con la forma en la que cuento las mismas cosas que les pasan a ellos, reconociéndose en mi vida como quien se mira en un espejo.
Luego viene la popularidad como se entiende en los tiempos que corren. No es notoriedad o reconocimiento, sino una especie de visibilidad obligada de la que mucha gente saca tajada. Entrevistas en blogs, periódicos, y medios especializados, redes sociales programas de radio y televisión, promoción como lo llaman, el mecanismo de vender otro millón de copias de golpe sin tener que recurrir al lento y escalonado boca a boca que siempre se acaba extinguiendo. Cuando me quiero dar cuenta y dado el uso que dan de mi imagen, en poco tiempo me convierto en famoso. Ahí comienza la pesadilla y pierdo la identidad. Me convierto en propiedad del pueblo y cada día me veo obligado a sonreír, hacerme fotos, responder a preguntas y complacer a toda clase de exigencias extravagantes.
A pesar de todo no he aprendido a decir que no al dinero, y cuando me ofrecen medio millón por los derechos para rodar una serie, accedo. Ahí comienza mi verdadero fin. Cuando quiero echar marcha atrás es tarde. Me señalan por la calle y dicen: “ése es el pobre hombre al que le pasan todas esas cosas tan graciosas”. Yo no escribí una comedia, pero resulta que a alguien le pareció divertido. Mi existencia es de dominio público y todo el que puede me ridiculiza. La historia ha cambiado, se ha enrarecido, y la gente ya no me lee ni me mira como si fuera uno de ellos, sino más bien como a un bicho raro, un juguete roto.
Me voy, me alejo, me aíslo, y por supuesto, dejo de escribir. Abandono lo que más me gusta hacer en la vida. En consecuencia me entristezco hasta el sufrimiento, me aburro, alimento vicios inconfesables, me deterioro, e incluso casi muero, pero eso es otra historia. Pasan cinco jodidos años prácticamente sin darme cuenta.
Un día abro el correo electrónico y descubro una invitación a participar en un certámen literario, el mismo al que me presenté en los albores de esta sinopsis de mil palabras, una invitación a hablar sobre mi experiencia sobre escritor en solo mil palabras más. Total, son solo palabras, pienso. Pero nunca son solo palabras, porque las palabras importan, más que nada en la vida, y lo que escribimos no se puede borrar. Lo bueno es que cuando termina una historia, siempre empieza otra, uno se puede reinventar infinitas veces, aprendemos por el camino, y de los errores se aprende.
He sido afortunadamente olvidado. Escribo esta historia con seudónimo, tratando deliberadamente de que el estilo sea el mismo que el de mi pasado. Desafío a mis colegas y a los jueces del proyecto, los desafío a descubrir la historia dentro de la historia, a darle otro empujón para que llegue cuanto antes al final, antes por lo menos de que se me acaben las palabras.