Alberto, está ensimismado con la última página que ha escrito, le ha quedado tan bien, que no para de leerla y releerla una y otra vez, lleva cuarenta y cinco páginas de su novela negra policíaca. Trata, de un asesino en serie que actúa por la noche, “el asesino nocturno”, así le llaman cuando dan las noticias en la radio y hablan de él en cada parte informativo.
Este criminal, prefiere la oscuridad para asesinar a sus víctimas, se mueve como pez en el agua en ese ambiente nocturno y lúgubre.
Alberto, prefiere escribir a partir de las diez de la noche, después de cenar, se toma un café, no muy cargado y se sienta en el ordenador. A esas horas es cuando mejor escribe, cuando más se concentra y mejor le salen las ideas, que luego plasma en el papel electrónico de su pantalla, las teclas, comienzan a entonar el cliqueo constante y de él, surgen una tras otra, las palabras prácticamente solas.
No deja de darle vueltas al personaje que tiene entre manos, un asesino despiadado que apenas deja pistas, es como una sombra sigilosa que siembra el terror y la muerte. La policía lleva meses tras él, sin conseguir nada, cuando creen que le van pisando los talones, que lo tienen acorralado, se les escurre de las manos como una pastilla de jabón mojada. Su especialidad, aparecer por la noche en el domicilio más inesperado, según describe Alberto en la última página:
Mi mujer y mis hijos se han marchado unos días de vacaciones y me he quedado sólo en casa por trabajo. Cuando termine, me reuniré con ellos, ¡lo estoy deseando!
Después de cenar, apagué la luz del salón, recorrí el pasillo que llega al dormitorio, encendí la luz de la mesilla de noche y me eché en la cama, quedándome recostado sobre un almohadón, cogí de la mesilla un diario de notas, donde escribo párrafos sueltos para recordar después, lo abro por la página trece, que marca un guardapáginas negro, la última donde lo dejé. Página trece, la verdad, no soy supersticioso, pero siempre he tenido cierto recelo al número trece, no sé por qué, pero, me quedé mirando ese número un buen rato, después, proseguí mi lectura.
Transcurridos unos quince minutos, oí un ruido que provenía de fuera de la habitación, levanté un segundo mis pupilas de la línea de palabras que justamente acababa de escribir y seguidamente, volví a leer de nuevo sin darle importancia. Después de unos diez minutos, volví a escuchar de nuevo otro ruido, éste último más intenso que el anterior, cerré el diario y giré la cabeza hacia la puerta. Un tercer ruido, que situaba más cerca que los anteriores me hizo levantar y con sigilo me incorporé, me aproximé a la puerta que tenía abierta y sin salir de la habitación, me asomé al pasillo, un pasillo largo que pasa por el comedor y continúa hasta la cocina.
La oscuridad reinaba, todo se reducía a sombras y reflejos grisáceos de aspecto fantasmagórico que producía escalofríos mirar. Estaba convencido de que alguien, había entrado en mi casa, pero no estaba seguro, además, había oído las noticias del asesino nocturno ese, que daban por la radio cada dos por tres y me puse a sudar, un sudor frío, gélido, estaba aterrado, no sabía qué hacer, no me atrevía a salir de la habitación o encender la luz del pasillo por si acaso, ¡sólo espero que se lleve lo que quiera y que se vaya!, aunque también pensé, que todo podrían ser imaginaciones mías, que me jugaban una mala pasada, motivada por la cantinela constante de noticias sobre ese criminal indeseable, que no paraba de escuchar en todo el día.
No me considero un cobarde, pero hay que vivir esta circunstancia para saber lo que se siente. Volví a asomarme por la puerta para otear el oscuro pasillo, se me erizó el vello y un espantoso escalofrío me recorrió desde la nuca hasta los tobillos, cuando vi algo moverse en el comedor, una sombra se movía, cambiaba de forma. Aquel escalofrío fue demoledor. Empecé a temblar, no imaginaba que esto me afectaría tanto. Ahora confieso que soy cobarde. Es en estos casos, cuando se descubre la valía de una persona, ante la adversidad y yo, estaba completamente aterrorizado, anulado, era incapaz de salir de la habitación, ni para ir al baño.
Jamás pensé que me ocurriría algo así, en mi propia casa. Vino a mi cabeza de nuevo el numero trece y mi mente quedó atrapada, un bucle diabólico se apoderó de mí, comencé a pensar que la mala suerte me perseguía, no pensaba otra cosa. Quería llamar por teléfono, pero lo que debería hacer, es echarle agallas y salir de aquella habitación para comprobar si era cierto lo que mi mente me transmitía, si realmente un asesino se había “colado” en mi casa, pero yo, carecía por completo de ese valor, no tenía ni la más remota intención de salir de allí.
Con mano temblorosa cogí el picaporte de la puerta y cerré muy despacio para no hacer el más mínimo ruido, preferí encerrarme en la habitación, con puerta sin cerrojo, seguía igual de indefenso. Igual me daba estar con la puerta abierta o cerrada, aunque preferí cerrarla.
Entonces, un golpe seco hizo la puerta vibrar y otros dos golpes más pusieron mi corazón a cien, parecía que se me salía por la boca, creo que me estaba mareando.
De repente, la puerta se abrió de golpe y dos personas con batas blancas irrumpieron dirigiéndose hacia mí…
¡No por favor!, ¡no me hagan daño!, grité aterrorizado.
¡Vamos Alberto!, ¡es hora de tu medicación!, ¡no te resistas!, en ese instante, noté un frío pinchazo en un brazo.
¡Pobre Alberto!, exclamó el otro, ¡un gran escritor, que ha perdido la cabeza!.
La triste realidad, es que Alberto llevaba meses ingresado en un hospital psiquiátrico, había perdido la razón, ya no distinguía la realidad de la ficción, seguía escribiendo, se introducía tanto en el personaje, que ya no sabía quien era y si lo que escribía era real, o ficticio...