Había comenzado el nuevo año, el nuevo siglo, y el nuevo milenio, y yo, tan reflexivo como siempre, pensé mientras me comía la última uva que ya era hora de que en mi vida también empezaran a pasar cosas nuevas. Por aquel entonces trabajaba de gerente en una empresa de telecomunicaciones, pero trabajar no es lo mismo que ser, por eso siempre digo que yo no era gerente, yo era poeta, y no tenía ni idea de cómo ni cuándo, pero sabía que algún día escribiría un poemario como mi gran Federico.
Fue precisamente su poemario sobre mi mesita de noche lo que me dio la idea. Nueva York. Hacía tiempo me propusieron el traslado y era el momento de aceptarlo. En la Capital del Mundo pasaron muchas cosas; me perdí, me encontré, me enamoré perdidamente y sentí el pánico metido en los huesos al ver aquel avión aproximarse al edificio en el que se encontraba mi oficina. Pasaron muchas cosas, pero no escribí ningún poemario.
Hoy, veinte años después de aquel 11 de septiembre ya no estoy aquí, ni soy quien está escribiendo esto, ni estas líneas se parecen en nada a un poemario. Sin embargo, alguien me quiso tanto como para escribir un libro y firmarlo por mí.
Aunque aquel avión se llevó mi vida por delante, hoy aún sigo vivo porque ella todavía me recuerda, mi preciosa princesa de Manhattan. Al final era verdad aquello de lo que hablamos una noche de diciembre en el puente de Brooklyn, el amor nos hace eternos, y nosotros vamos a querernos en esta vida y en todas las siguientes.
"Seguiré vivo por ti
aunque ya no puedas verme,
pero mientras me recuerdes
y alguien pueda aún leerme,
ningún ataúd ni esquela
podrán confirmar mi muerte"