Hoy hace diez años que faltó mi yayo y decido acercarme a visitar a mi yaya, en este día necesita compañía. Entro en su casa y muchos recuerdos de mi niñez se asoman, a la vez, dentro de mi cabeza. Al llegar al salón, la encuentro dormida con la tele encendida. Se nota que ha estado llorando y decido no despertarla todavía, volveré más tarde. Cuando llego al recibidor veo la puerta del despacho de mi yayo, no me puedo resistir y entro.
Todo está igual que entonces: dos sillones en la entrada, una gran mesa de escritorio y su máquina de escribir. Imagino la de historias que habrá escrito en ella. Me siento en su silla y cojo un folio, ya amarillento, de un pequeño montón junto a la máquina. Introduzco la hoja y giro el rodillo hasta que queda lista para escribir. Mis dedos comienzan a teclear:
«Querido Yayo,
hoy hace diez años de tu partida. Te echamos muchísimo de menos... Te echo muchísimo de menos. Estoy usando tu máquina y con cada pulsación me vienen muchos recuerdos: ver contigo los partidos de fútbol, cuando me enseñaste a coleccionar sellos, el olor de tus mantecados de limón…
Yo ahora...»
Mis manos no paran de contarle cosas que nunca podrá leer. Dos folios después, y tras rebuscar entre varios de los cajones de su escritorio, encuentro un sobre donde introduzco la carta. Me falta un sello y localizo, en el mismo cajón, uno de quince céntimos con la cara de Concecpión Arenal. Lo humedezco y lo coloco en el sobre.
—¡Jesús!
Levanto la mirada y veo a mi yayo sentado en uno de los sillones, me siento junto a él y hablamos largo y tendido hasta que la puerta se abre.
—¿Con quién hablas?
—Con nadie, yaya. Solamente recordaba...
Me ha encantado, enhorabuena.
Saludos Insurgentes