Silencio.
Lo único que necesito para escribir es silencio. Total y absoluto. Casi insultante, que ofenda de lo solemne que es. Que me permita escuchar, tan sólo, el ritmo de mi apasionado corazón que, como un metrónomo, me marque el compás que debo seguir.
Alguna vez leí que el bueno Dickens sólo era capaz de redactar una página si estaba sumido en el bullicio de su casa. Con los críos dando gritos en la cocina, la suegra hablando a voces con su mujer y el perro ladrando a todo quisque que pasara por delante del cercado. La vedad es que envidio esa capacidad creativa que le permite a uno abstraerse de todo y de todos, para centrarse en lo único que importa: la obra, el fruto final de todo escritor.
Quién pudiera.
Eso me libraría de tener que hacer, constantemente, retiros del mundo para poder completar mis novelas.
Bueno, hablo en plural, pero, siendo honesto, ésta que tengo entre manos es mi ópera prima. Todo lo demás han sido pequeñeces, amagos y aproximaciones a éste, mi primer manuscrito completo. Y digo bien, manuscrito, porque a mano lo estoy redactando. Un borrador, claro, a día de hoy, es sólo eso. Aunque ya tiene un título del que, por el momento, sólo revelaré las iniciales H.S.
Deberán perdonarme los lectores que alguna vez accedan a este registro que en este preciso momento estoy construyendo, pero tengo a toda La Familia -ese montón de seguidores, mujeres en su mayoría- sedienta de información y he de ser muy cauto con lo que revelo y lo que me guardo para mí mismo.
Cosas de ser famoso, supongo.
Por eso estar aquí, encerrado en una celdita minúscula de paredes blanquecinas y con una única ventana -suficientemente amplia para hacerme saber cuándo es de día y cuándo de noche, pero situada fuera de mi alcance para evitar ser foco de distracciones- es una bendición.
Un regalito del cielo.
Como lo son los monjes que están al cuidado de los que aquí nos alojamos. Unos jovenzuelos de lo más discretos, prudentes y correctos, todo blancura de arriba abajo, que vienen a las horas marcadas a dejarme la comida y poco más. De limpiar la habitación ya me encargo yo. No quiero que nadie, ni siquiera unos devotos siervos del Altísimo, metan sus pezuñas entre mis notas.
La vida ya me ha enseñado muchas veces que no se puede fiar uno de nadie.
Además, a veces escribo en papeles y, en otras ocasiones, lo hago directamente en las paredes. Con tiza, rotulador o, si no tengo nada más a mano, con cualquier cosa que manche.
Una tostada más quemada de la cuenta o la salsa sanguinolenta de un filete poco hecho.
Sé que esto perturba a los pobres monjes, pero, qué le vamos a hacer, las musas son amantes esquivas que no pasan dos veces y, cuando acuden, o las invitas a una copa, o puede que las hayas perdido para siempre.
Y, a ver, la novela que estoy escribiendo, sin falsa modestia, es una obra muy compleja. Un medio camino entre el thriller y el terror. Con una matanza en la casa de un importante empresario de cine.
Y es muy difícil de hacer creíble la trama porque, claro, ¿cuáles serán las motivaciones? ¿La pandilla tendrá que llevarse por delante a uno o a todos? ¿A la mujer el empresario también?
En fin, éste es el eterno ir y venir del creador, que vive sumido en la duda razonable. En lo posible y lo mejorable. Pero, en el fondo, es lo bueno de que todo lo que cuento sea ficción; si no me gusta o convence, lo cambio y listo. Además, mi estancia aquí se puede prolongar lo que haga falta. No tengo a mi editor presionándome y, por lo que sé, él y mi abogado se encargan de pagar todo esto que, por otro lado, no debe ser muy caro, creo yo. Como digo, es todo muy mínimo. Raro será que no lo costee el Estado.
Por no haber, no hay ni reloj en mi celdilla. Casi que lo prefiero, así pierdo la noción del tiempo y me zambullo en lo único que importa: escribir compulsivamente, como si no hubiera un nuevo amanecer, de forma casi psicótica.
O psicopática, no lo tengo claro.
Sin referencia horaria, sé que ha llegado la hora del almuerzo porque lo anuncian por megafonía. Nos piden a todos que nos alejemos de la puerta lo máximo posible, con el culo en la pared y las manos extendidas. Supongo que son rituales que tendrán que ver con los votos de silencio de unos monjes que nunca me dirigen la palabra.
Ni falta que me hace, yo estoy muy por encima de ellos. De ellos y de lo terrenal.
Yo soy un artista, alguien encargado de hacer mejor este mundo.
Y vaya si lo voy a conseguir.
A uno de los monjes de hoy lo conozco, el otro no, es nuevo.
Me mira con cierta desconfianza salpimentada con una pizca de curiosidad. Es normal, claro, este pobre devoto de Dios nunca habrá estado tan cerca de una celebridad como yo.
Vale, es cierto, mi aspecto puede que no sea muy aseado tampoco, con los pelos enmarañados, ojeras de no haber dormido y los brazos llenos de anotaciones hechas a boli. Pero, ¿qué podía hacer? Me quedé sin papel, así que era eso o dejar escapar buenas ideas que se perderían en el fondo de un recuerdo.
Salen rápido de la habitación y yo, corriendo, pego la oreja en la puerta.
Soy un cotilla sin remedio.
- Así que ése es el famoso Manson, Charles Manson, pues parece un tipo casi normal para lo que se ve por aquí -dice el nuevo.- No te fíes, es un loco de manual. A tu antecesor se lo cargó clavándole un lápiz en la garganta -responde el otro-. Ahora se las da de escritor y cree que la matanza de Beverly Hills es sólo la trama de una novela.
Por eso es sano aislarse, la gente no hace más que mentir.
En fin, tengo que seguir escribiendo, que el mundo se muere por leer lo que tengo que contar.