La voz de aquella joven era mucho más que el sonido producido por la vibración de unas cuerdas vocales. Le mantenía anestesiado durante 120 minutos, mientras a su alrededor miles de siluetas sin rostro tarareaban al unísono los temas de la cantante madrileña. Sus letras eran historias que él jamás se atrevió a vivir; sus gestos eran como los sellos de las cartas, que ponían el colofón a mensajes forjados desde las entrañas. Él solo era un chico tímido, con una mochila en la que guardaba un viejo libro, una botella de agua y un par de pañuelos con restos de sangre, provenientes de heridas que ya había dejado por imposibles. Con las mismas dotes de un pícaro adolescente, pero con más cautela, logró llegar hasta su camerino, media hora después de que terminara el concierto.
Solo quería una firma de aquella joven cantante, a la antigua usanza. Temblaba como si estuviera sentado sobre escarcha, pero eran los nervios que se adueñaban de sus palmas, mientras sostenía un boli y se lo acercaba a su mano, con la vergüenza en sus ojos y un nudo en su garganta. Pero entonces ella vio de soslayo los pañuelos ensangrentados en su mochila abierta y comenzó a gritar. Él se apresuró a cogerle de la mano.
—Son mis heridas —le dijo—. Solo dejan de sangrar cuando tú cantas.
Apretó sobrecogida la mano del chico. Los de Seguridad corrían por el pasillo en dirección al camerino, pero disminuyeron el ritmo cuando oyeron que la chica empezó a cantar. Cuando abrieron la puerta, esta guardó silencio. Los pañuelos estaban impolutos; el rastro de la sangre había desaparecido. Dicen que desde entonces aquella joven solo canta para curar las heridas que nada ni nadie se atreve a curar.
La chica milagro.
De lectura ágil y versátil.
¡Enhorabuena Rubén!
Saludos Insurgentes