Uno a uno subo los peldaños que me llevan al infierno. A cada paso, mi cuerpo se rebela, haciendo de mis pies el más pesado de los hormigones. Las piernas, engarrotadas, crujen ante el ineludible regreso. Mis brazos, abrigando la ingenua esperanza de retrasar indefinidamente este encuentro, insisten en aferrarse a los muros que configuran esta perversa prisión. Mi cabeza, situada absurdamente sobre mi cuello, ha alentado el irreverente exilio de mis pensamientos, que ahora vagabundean en busca de una utópica salvación. Por ejemplo, un timbre sonando, música celestial para mis oídos ahora sitiados. La llamada de esa amiga en una de esas reincidentes rupturas. Un vecino con súbita y conveniente escasez de sal. Llamas que acorralan a histéricas señoras en el pasillo. Pero parece que ninguno de estos variopintos anhelos ha tenido a bien la amabilidad de materializarse y me sorprendo contemplando la silla de mi escritorio como si de un ser depravado se tratase.
Ignorando cómo he llegado hasta aquí, me siento tal y como lo haría un condenado a muerte. Abro lenta, que no sosegadamente, el ordenador y centellea ante mí belcebú, satanás, lucifer, el demonio o el diablo, tenga usted la delicadeza de bautizar al sanguinario verdugo. Ahí están: grilletes en mi interior y la promesa garante de otra noche acunada por la desesperación.
Me mira desafiante. Lo miro cobarde. Una trillada imagen de Western me asalta. El folio en blanco ya me ha disparado, sin ningún ridículo resquicio a la cortesía, justo directo al corazón. Sangro.