¡Se acabó! Decretó Daniela a voz en grito, e inmediatamente resonó en su cabeza la voz profunda y grave de “La Jiménez”. Siguió tarareando la canción para sus adentros hasta que el convencimiento era tan real como el dolor que le habían producido los continuos desencuentros con el que había sido su pareja. Apagó el portátil sin guardar las pocas letras que había escrito en la pantalla. Todo acabó para ella, incluso su inspiración para seguir escribiendo. La editorial la instaba a cumplir los plazos y cuanta más presión recibía, más lejos se encontraba de las Musas.
A veces, el desamor es fuente de inspiración para crear las composiciones más románticas y apasionantes, sin embargo en otras, fulmina al espíritu creador. No encontraba dentro de ella el fluir de las palabras para hablar de relaciones sentimentales.
Solía pasear por el campo en busca de inspiración divina, callejeaba por el Madrid de los Austrias y el Retiro, con la esperanza de encontrarla en el amor que sentían otros. Pero nada le hacía vibrar, el único movimiento existente era el de su cabeza renegando de los sentimientos más elevados. Los pensamientos boicoteaban incesantemente lo que para ella siempre había sido su sonido favorito, el latir de su corazón, ese que resuena con el ritmo del Universo.
No había atisbo de emoción que la hiciera viajar por su imaginación para crear historias románticas. Se obligaba a sentarse enfrente del ordenador, encendía un cigarro y tragaba cada calada con ímpetu para llenar el vacío que sentía. Contemplaba fielmente el humo como si este fuera a dibujar palabras en el aire que encajaran, pero nada, se desvanecía tan rápidamente como su ánimo, que en pocos segundos alcanzaba el infierno y se apoderaba de ella el calor abrasador de la ira. Gritaba como una posesa del control mientras agarraba su cabeza con saña intencionada en un ademán de arrancársela. Se sentía perdida, bloqueada, al punto de realizar una locura, de ese tipo de locuras que hacen los cobardes.
Bien entrada la noche, hizo alarde de la valentía necesaria para cometer el acto. Abrió el grifo de la bañera, tapó el desagüe y dejó correr el agua caliente. Se quedó fija contemplando la escena. Su cabeza permanecía estancada como el agua, pero no albergaba la claridad ni tampoco fluían de ella las letras como las burbujitas que formaban el chorro al contacto con la superficie del agua. El vapor envolvía la estancia dibujando figuras fantasmagóricas que danzaban en remolino, desesperada, dio media vuelta con la idea de beberse una botella de vino y olvidar. Pasó por el salón para encender el tocadiscos con el último vinilo que puso él antes de abandonarla. Con la primera nota del maestro Ludovico, se sintió minúscula, como una perra apaleada durante meses.
Apenas pudo dar los pasos que la separaban de la cocina para llenarse una copa de burdeos con su caldo favorito. Tragó con dificultad el primer sorbo y mientras el líquido descendía por su garganta, suspiró profundamente. Unas cuantas lágrimas hicieron aparición en sus ojos y con el primer aleteo de párpados salieron en cascada por sus mejillas. No había vuelta atrás, deshizo el camino hasta el baño, colocó la botella y la copa en el suelo y se introdujo despacio en la bañera. El dolor interno era tan intenso que ni apreció el ardor del agua en su cuerpo. Cerró el grifo y se sumergió por unos segundos infinitos. Recordó el silencio sobrecogedor del fondo del mar cuando hacía submarinismo con él, allí todo era calma, una paz que no había vuelto a encontrar. El desconsuelo parecía ocupar toda su mente coartando su capacidad de crear. Él era lo único en lo que podía pensar y se maldecía una y otra vez por lo estúpida que había sido. Posó sus manos a ambos lados de la bañera y emergió lentamente su cabeza para coger una bocanada de aire. Lloró, desconsoladamente y con furia. Agarró fuertemente la copa de cristal fino, bebió hasta la última gota y antes de que el vino pudiera alcanzar la boca estrangulada de su estómago, la rabia se apoderó de su mano e hizo estallar el cáliz. Rebuscó en el fondo de la bañera el tallo de la copa y como si de un arco del violín se tratara, lo deslizó por sus muñecas al compás de la música. La sangre brotó de sus brazos tiñendo el agua del color de la pasión que antes hacía latir su corazón. Cerró los ojos y volvió a sumergirse en el agua con el deseo imperante de perder el conocimiento lo antes posible. Era la única forma que tenía de escapar del dolor que le producía el vacío de sentimientos y palabras.
Él se lo había llevado todo guardado en una maleta y una bolsa de mano con las asas de cuero. Hacía mes y medio que el perfume del estado de inspiración y enamoramiento se esfumó con el final de la primavera. Daniela no sabía vivir sin tener revoloteando a su alrededor a las Musas, ni a él. Tampoco quería hacerlo, nunca había contemplado la vida sin pasión. Nunca podría seguir viviendo sin ese halo que la insuflara de ideas creadoras, ese aliento que respira en el cuerpo y que es la misma energía que proporciona todo lo que una necesita para sentir plenitud. Sin embargo, a una mujer apasionada como Daniela nunca la abandona la energía alada del gozo y una vez más, la insufló del aliento para seguir escribiendo historias de Amor. Se acabó, salió como un cohete de la bañera y sus alas emprendieron un nuevo vuelo.
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