Navegaba, con la mirada perdida, oteando el impresionante horizonte que podía divisarse desde mi mesa de trabajo de la planta 93 de la Torre Sur del World Trade Center. Poco a poco, el cielo se iba iluminando con el resplandor de los primeros rayos de sol de una de las últimas mañanas de verano. Estaba a punto ya de cumplir tres años trabajando en aquella impresionante y majestuosa isla neoyorquina y hacía balance de tantos momentos inolvidables vividos allí.
En pocos días, tendría que tomar una decisión trascendente en mi vida. Me habían dado la oportunidad de trasladarme a Argentina para liderar un proyecto muy ambicioso. Mis superiores pensaban que, tanto mis capacidades como mi forma de trabajar, se adaptaban a la perfección a ese puesto y me ofrecían unas condiciones prácticamente irrefutables. Sin embargo, este cambio profesional implicaba dejar atrás la estabilidad en mi vida personal.
Cogí la taza de café, que todavía humeaba en mi mesa y di un sorbo. De repente, una inmensa bola de fuego se apoderó del espacio existente entre las dos Torres Gemelas y cientos de objetos empezaron a golpear, con contundencia, el ventanal de mi planta. La torre se estremeció, con virulencia, de arriba a abajo y, los que allí nos encontrábamos, nos tiramos al suelo aterrorizados. Al cabo de un par de minutos nos levantamos con cierto temor para contemplar la escena de terror que se dibujaba ante nuestros ojos. Permanecimos así durante varios minutos, en una especie de aletargamiento profundo producido por el estado de shock en el que nos encontrábamos, hasta que, una segunda explosión, sesgó de un plumazo la luz del día.
Desperté cuatro semanas más tarde en un hospital. Cuando el médico vino a visitarme, me dijo que, aquel día, daba comienzo mi segunda vida.

