Vi cómo salía de mí, y miré sus ojos. Supe que tenía estrella. Durante nueve meses había sido mi compañero, incluso mi confidente, una pequeña alma dentro de mi templo, que había conseguido dar luz a mi rostro. Acaricié su mejilla, jugueteé con sus manos y besé su frente. No me importaba nada más; sabía que la vida me había hecho aquel regalo, al que rodeaba con mis brazos y el que parecía querer decirme: «Ya estoy aquí. Quiéreme como siempre has querido hacerlo». Cerraba sus ojitos y los volvía a abrir. Fui capaz de condensar todo mi amor en 120 segundos. Aún hoy la gente sigue compadeciéndome, y lo comprendo. Yo trato de transmitirles mi alegría, ya que pude decirle todo lo que sentía. Claro que lo echo de menos, y que desearía con toda mi alma que estuviera a mi lado, pero pienso que el amor jamás lo podrá medir el tiempo. En aquellos dos minutos conseguí enseñarle a leer como lo habría hecho años más tarde; pero a leer mis ojos, mis labios, mis gestos, y a entender cómo de inmenso era mi cariño hacia él. Hay quien se pasa toda una vida intentando conocer a alguien y no lo consigue. Yo pude hacerlo. Por eso hoy doy gracias a Dios, por aquellos minutos que consiguieron dar sentido a toda una vida.
Escribí este texto en 2015, y hoy he decidido rescatarlo del muro de mi antigua cuenta de Facebook, con la intención de retocar algunas cosas y darle un nuevo barniz. Pero hurgando dentro de mí he entendido que la mejor forma de respetarlo era no tocarlo, lanzándole así un guiño a aquel chico que unía letras a fuego, a caballo entre la poesía, la prosa, la ilusión y el desaliento.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes