Intentó de nuevo ponerse a la tarea, continuar con su libro, pero cómo podría escribir después de lo que había ocurrido?
Abandonado, hace tan poco, por quién menos se lo esperaba.
Manchitas, su gata, le había dado plantón.
¿Cómo de patético tiene que ser alguien para que no le soporte ni su propio gato? El recuerdo aún escocía, quería seguir escribiendo, pero la ira y la tristeza ante semejante fracaso no permitía sentarse tranquilamente a imaginar tontas historias percibidas por los ojos de la sociedad tan ridículas y aburridas cómo lo era él.
¿Acaso su mascota le había abandonado por ponerle un nombre tan carente de originalidad? ¿O sería tal vez por esa comida enlatada de baja calidad que parecía de todo menos comida? No, no podía culparse.
Él era una víctima, una víctima eso es. Esa gata altanera siempre lo había mirado por encima del hombro. ¿Y qué si la comida que le había dado no era de las mejores? Cuando pasara a ser un famoso escritor de renombre la habría colmado de caprichos, pero Manchitas no podía esperar. No, tenía que recordarle cada día que no valía para nada. Él sabía que le culpaba, estaba claro por cómo cada rincón de la casa acababa manchado de algo apestoso que parecía agua, pero que, desde luego, no era agua.
Ahora, con su partida ¡esta sería la última vez que lo despreciaba! Iba a terminar el libro que sería su gran debut y Manchitas lo vería en la televisión tumbada en el suelo de sus nuevos vulgares dueños. De hecho, ni siquiera tendría nuevos dueños, seguro que ahora sólo era una gata callejera que se había dejado embaucar por el primer rufián que le dijera "miau" y ahora estaba sola y embarazada.
Sí, eso era, le había abandonado por otro gato, a él que siempre la tuvo como una prioridad. Que había dejado a tantas novias por no ser precisamente amantes de los animales. Sus padres habían muerto hace ya mucho, y su hermano, en otros tiempos su sombra, ya no era más que un eco distante. ¡Hasta se había distanciado de sus amigos! Que le decían considerar su relación con su gata más tóxica que un cóctel de lejía con amoniaco.
Aquello fue demasiado, debía concentrarse en escribir. Se sirvió una generosa copa de su mejor vino barato y se obligó a olvidar a Manchitas. Repasó las últimas líneas que había escrito y empezó a pensar cómo continuar. ¡Debería comerse su comida!, la había comprado él con su dinero, era suya no de su gata. Ya nada de ese piso la pertenecía, así que agarró una lata, un tenedor e introdujo esa pasta marrón en su boca. De seguro, habría sido repugnante pensó, de haber tenido sabor. Lo importante era, sin embargo, que Manchitas ya no tendría comida en ese piso.
Ni arenero agregó, ese objeto que por falta de uso había transformado su cometido a ser meramente simbólico. A demostrar que era ella la que tenía el poder decidiendo usar la moqueta para aliviarse en su lugar, o cuando lo miraba por encima del hombro mientras él lo limpiaba las raras veces que decidía usarlo.
Soltó una sonora carcajada, orgulloso de saber sobreponerse a la que había sido una larga dictadura por parte de su gata, mientras levantaba en lo alto el arenero listo para arrojarlo por la ventana. Cuando de un modo tan intencional como previsible, volcó todo el contenido sobre sí mismo. Se dejó caer al suelo en silencio.
Y entonces pensó en lo que le decían sus amigos, si creían que la lejía y el amoniaco son tóxicos tendrían que ver el contenido de ese arenero. Y se dio cuenta de que los echaba de menos, de que estaba solo, completamente solo. Que Manchitas era lo único que le quedaba ya. Se echó a llorar, una persona adulta, emborrachada con una copa de vino del malo, cubierta de excrementos de gato, comiendo comida enlatada de mascotas ¡y encima de ser de la peor calidad era mejor a la que estaba acostumbrado! Y supo que nunca iba a terminar ese libro igual que nunca volvería a tener a nadie a su lado. Había comenzado un nuevo reinado, sí, uno basado en la soledad y el fracaso.
Fue entonces cuando llamaron al timbre. Surgió la esperanza, tal vez alguien vio los carteles y encontró a Manchitas. ¡Qué importaba ya todo lo que le había hecho! Era su gata, su amiga, su única compañía. Y la quería y la perdonaba. Estaba tan extasiado que volvió a resbalarse cubriéndose de nuevo con el pestilente contenido del arenero. Pensó en lo estúpido que era por ello, bueno por todo, mientras se aproximaba a la puerta sabiendo en el fondo que tras ella sólo encontraría otra decepción que sumar a su lista.