Hace muchas mañanas que repito el mismo ritual: el sol me despierta azotándome con su primer rayo en toda la cara, me la enjuago como si el gran amarillo me la ensuciase con su calor, me preparo un poco de café y me siento delante de la pantalla.
Tardaba unos veinticinco/treinta minutos en empezar a escribir, eso era cuando estabas. Ahora me siento, cambio, de media, unas quince veces la fuente de la letra, como si eso alguna vez me hubiera importado. A ti si te importaba, siempre ponías la misma. Las quince veces que cambio la fuente lo hago entre Times New Roman y Arial, por si alguna vez decides volver a leer mi blog, que veas que he dejado de utilizar esa patética letra con serifa que tanto te gustaba. Pero a veces pienso que así puede que vuelvas.
Ya me hallo escribiendo, bueno, "escribiendo". Los malos recuerdos no me dejan escribir sobre amor, los buenos no me dejan escribir drama; tu sonrisa no me deja escribir tragedia y tus lágrimas no me dejan escribir comedia.
Y sin ser consciente, cae la noche. El contador de caracteres sigue en uno. No sé qué más decir después de teclear "decía...". Siempre he sido fan de comenzar un relato con una cita célebre, pero no consigo sentir mi trabajo ni mis sentimientos identificados con nada que ya haya sido dicho.
Me gusta mirar a la luna por si algún día decide chivatarme un buen comienzo, pero ahí sigue, callada. Me recuerda tanto a ti a veces, sola, grande y brillante, acudiendo tantos a ella. Es lo más parecido a dormir contigo, mirarla cada noche. Pero aunque eso sacie un uno por ciento mis ganas de ti, lo único que sé escribir es un verbo en la tercera persona del singular en pretérito imperfecto. Imperfecto, así está todo "sintigo", "sinmigo".
Y así, día sí y día también, matando y enterrando mi talento, sigues de bar en bar, de Sabina a Dorian, pasando por Vinicius de Moraes, mientras yo me sigo peleando por dejar de escribir con Times New Roman.
