Tras sacudirme varias migas de pan de la boca por devorar una tostada a medias, me guardé en el bolsillo de la chaqueta un cuchillo redondo, el de untar mantequilla, ahora seco y envuelto en una servilleta de tela.
Al llegar a la sala de reuniones, comprobé cómo entre tanto ruido de fuera, entre tanto chismorreo metálico de dentro, y entre el devenir de periodistas y políticos por todas partes, nadie en el equipo intercambiaba palabra alguna. Me permití suspirar un poco, mostrando mi comprensión sobre el desboque sentimental que corría en tromba por cada uno de nosotros. Entonces saqué el cuchillito de mi bolsillo, desdoblé la servilleta, y comencé a cortar porciones de ondas, aburridas repeticiones del mismo suceso, que brotaban de cada televisor, de cada cara angustiada, y de cada maldición a medio proferir. Tras ofrecer el último pedazo (una porción considerable) a Tomson, el becario, quien más afectado parecía, raspé con cierta dureza la superficie vidriosa de uno de aquellos televisores, y con lo que obtuve, formé una delgada línea en la mesa para acto seguido esnifarla de corrido.
Quedé muerto sobre la fría madera, a media línea de colocarme, con el resto de los que ocupaban la sala aún sin probar bocado, mirando cómo había bastado con solo media raya para provocarme una sobredosis de realidad.
Veinte años después, no doy cabida a lo que llegó a ocurrir, a las vidas que se perdieron, y a lo que supone y supuso.
Para mí, que sólo he oído y visto retazos y ecos de lo que fue, golpea tan fuerte como una sobredosis de realidad.