«Sonidos del más allá»

Unimos las cinco palmas en una; era augurio del éxito que ya anticipaban los críticos. «Mucha mierda», repetía Carlos, sin pensar que tres de los allí presentes padecíamos de nervios en el estómago; sobra decir cuál era la consecuencia. El batería era el que más lo sufría, pero los efectos sonoros siempre estaban bien tapados por sus instrumentos. Le daba rienda suelta al bombo y a los platillos, y el público enloquecía. Mientras tanto, el vocalista hacía de tripas corazón para salir lo más airoso posible.

—¿Y salió airoso, profesor?
—Creedme, demasiado airoso.
Los niños comenzaron a reír.
—Cuéntenos más sobre el batería —insistía un compañero.
—Lalo salió a hombros aquel día.
—¿En serio? Pobre hombre. Al que lo cargó a hombros, me refiero.

Todos empezaron a bromear mientras dibujaban en su mente la escena, pero nadie se atrevía a preguntarle al profesor de Música por su experiencia aquel día.
—Tranquilos, no os voy a suspender si preguntáis.

Entonces una niña rubia de coletas levantó la mano y decidió afirmar en lugar de preguntar:
—Usted se cagó aquella noche y no pudo tocar el piano. Perdone... Tuvo un ataque de pánico, quería decir.
Abrí los ojos como platos mientras sentía un vuelco en el estómago.
—Y ahora no toca con nosotros en el festival por su miedo escénico —sentenció la pequeña.

Con la mano en la tripa, como tratando de calmar los rugidos, y los ojos desorbitados, abandoné la clase aquel día, haciendo lo mismo que había hecho la noche del concierto debut.