Es la primera vez que no tiene ganas de escribir. En realidad, desde que ella se fue, no tiene ganas de nada.
Pero que no tenga ganas de escribir le preocupa. No sabría decir cuántas veces se ha sentado frente al ordenador con la intención de romper ese estado de stand-by en el que se encuentra, pero de lo que sí está segura es que ha intentado de todo: hablar sobre sí misma, intentando llorar lo que siente y convertirlo en palabras; escribir cómo se imagina que estará dentro de unos meses, cuando supuestamente el tiempo haga su magia haciendo que su estado basal pase de sobrevivir a vivir. Ha intentado contar la parte bonita de su relación (el momento de conocerse, las experiencias que ya forman parte de ella misma) así como lo inevitablemente doloroso.
Pero nada.
Está bloqueada.
A veces se queda mirando la pantalla del ordenador durante horas y se llega a cuestionar si siempre será así.
Si siempre estará dando vueltas sin llegar a algo concreto.
No puede evitar enfadarse, maldiciendo por permitir que se fuera llevándose tanto; por permitir que le dejara todos aquellos problemas sin resolver.
Cuanto más lo piensa, más se enfada. ¿Cómo es posible que siga ejerciendo ese control sobre sus decisiones, sus hábitos, sus costumbres, aun sin estar presente?
Tal vez para ella, que se fue tan rápidamente, todo había llegado hasta ahí. Así de fácil.
Pero ella, que se había quedado, que había escuchado desde dentro el sonido de la puerta al cerrarse, seguía descubriéndose a sí misma prestando atención al ascensor, por si se detenía en su piso y la puerta se abría de nuevo.
Y, de repente, su expresión cambia. El enfado que refleja su semblante se ve suplantado por el miedo.
Un miedo aterrador que empieza a gobernarla porque acaba de ser consciente de lo que se lleva formando en su mente todo ese tiempo, como una afirmación absoluta: para escribir sobre esa página en blanco, primero tiene que terminar por completo la historia de las dos.
Con ella o sola. Y ella no está. Así que sólo queda una opción.
Y no sabe cómo hacerlo.