Trabajaba en un badulaque y los días pasaban sin novedad hasta que llegó un niño rubito adorable que me pidió dos botellas de whisky Dyc. ‘Es para mi madre’ me dijo con voz de camionero, y me hice el loco y se las vendí.
Era un lugar tranquilo y todo funcionaba como debía ser. Los niños compraban gominolas, los adolescentes sus litronas y las viejas venían a quejarse por el pan recalentado. Un día entró Laura, mi amor platónico. Inteligente, guapa, con un pelazo negro y sedoso y unos enormes ojos pardos de gruesos párpados, que le daban una expresión sosegada y alegre. Me sonrió y me preguntó si tenía quitaesmalte. No supe que decir, nunca revisaba las estanterías, así que me puse a buscar muy concentrado mientras me preguntaba qué era un quitaesmalte. ‘Lo tienes justo delante de ti gilipollas’ me susurró una voz de camionero. Era el niño del whisky. Estaba revoloteando a la altura de mi cabeza, desnudo excepto por un pañal, y tenía unas diminutas alitas que zumbaban como las de un escarabajo. ¿Como era posible? ‘Yo no olvido los favores’, y se sacó del pañal un arco y una flecha y apuntó a Laura. ‘En cuanto le dé en el corazón se enamorará irremediablemente de ti.’ Le apestaba el aliento a alcohol, tenía los ojos inyectados en sangre y le temblaba el pulso de manera salvaje. Disparó y le dio en la cabeza, matándola en el acto. Me quedé helado sin poder procesar aquello y el pequeño engendro se rascó la nuca incómodo. ‘Mierda de arco, ya lo siento tronco’, y salió volando haciendo eses.
Ahora escribo esto desde mi celda, mientras Travieso, mi compañero, me pone ojitos. Es muy cariñoso y considerado, siempre que no te encuentre en la ducha.
Feliz San Valentín.
El giro final es brutal.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes