Podría inventármelo y decir que llegó sin preaviso, que nadie me había informado al respecto. Pero mentiría. Podría decir que estuve preparándome durante dos larguísimos años hasta que finalmente sucedió. Pero también sería falso. Podría decir que supe adaptarme a esta nueva realidad. Que aprendí a hacer las cosas del día a día, las de la vida, de un nuevo modo. Mentira.
De pronto, un día, la casa... nuestra casa, quedó inmersa en la más inconmensurable oscuridad. Incluso tropezaba con los muebles que habían estado ahí desde siempre. También con aquellos que habíamos montado juntos y de los que conocíamos cada imperfección, cada saliente.
Nuestro cálido hogar se enfrió. Perdió todo el calor que lo caracterizaba. Ese mismo calor por el que nos dejábamos envolver durante cientos de horas. El sol ya no calienta. Tampoco ilumina. Ha perdido su fuerza y esa gran energía suya que nos cargaba las baterías durante las escapadas a la costa los fines de semana.
El móvil apagado. No tengo ganas de ver a los amigos. ¿Por qué querría verlos en este oscuro contexto? ¿Para qué juntarnos en medio de este caos? ¿Qué sentido tendría?
Dicen que llega el gran apagón. Que no va a haber luz. Que nadie va a poder usar sus dispositivos. Adiós a esa vida llena de comodidades y que no hemos sido capaces de abrazar lo suficiente mientras nos rodeaba. Dicen que se aventuran tiempos oscuros. Pero no podría importarme menos.
Los médicos me lo habían advertido hacía tiempo con un gesto que combinaba compasión y distancia profesional. Ese día se fue toda energía, la electricidad que emanaban nuestros cuerpos. Ese día se me fue la luz. Tu luz. El día que tú te fuiste, que expulsaste el último aliento de tu debilitado cuerpo en aquella cama de hospital, fue mi gran apagón.
Saludos Insurgentes.