No paraba de releerse y preocuparse por cómo quedaban sus frases. Cuando mi hermana se levantaba de la cama con ese titubeo y bajaba las escaleras, me sentía tentada de empujarla por las escaleras y que rodase hasta que se diese cuenta que eso en esta vida era insignificante. A veces dudaba si tendría una caída más adecuada si la pegaba con la pierna derecha o con la pierna izquierda y así, tras lesionarse, apreciaría todo lo que tiene y que otras personas jamás tendrán. Al final nunca lo hice, porque su final fue más trágico.
Las dos desde que somos pequeñas, solemos jugar en nuestra habitación y ella para dormir, solía abrazarse a su oso de peluche. Las dos hemos crecido y ya no usamos peluches, pero su peluche se sigue quedando en su cómoda. Noto cómo el peluche nos observa y a ella no le inquieta. A mi sí. Sé que solo es un peluche, pero cada vez que lo miro me veo reflejada en sus dos bolitas negras. Antes de acostarnos, le pregunto qué tal va su novela. Ella me dice enseguida que no quiere hablar de ello porque se siente muy bloqueada. Yo le repito que escribir bien, solo se consigue fracasando muchas veces, pero ella está convencida de que la novela que tiene entre sus manos es realmente buena. Me ha dicho para consolarme que no es la presente novela con la que espera independizarse. Pero su problema no es independizarse, es cómo se toma las opiniones. Yo le aseguro que, si sigue enfocándose en qué dirán los demás, no conseguirá ser original y se verá constantemente sometida a las ideas de los demás. No me respondió, se tapó con las sábanas y apagó la luz.
Al día siguiente desayunamos las tostadas como es usual. Ella tenía mala cara y yo también porque toda la familia espera que tenga trabajo decente con horario fijo. Sabía que su presión para confirmarse como escritora era aún mayor. Pero de nuevo, no eran más que opiniones. Cuando ya explotó todo, fue en aquella discusión donde todos se pusieron contra ella y ya no supe qué decir.
-¿Pretendes quedarte de por vida en casa? -dijeron nuestro padres, los tíos y los abuelos.
Mi hermana no dijo nada, solo tenía la cabeza agachada. Removía la sopa con la cuchara. Debía de estar ya helada.
-¡Pero di algo a tu hermana! ¿No le has hablado de las nuevas ofertas de trabajo? -me dijeron todos con aquellas miradas severas.
Tampoco contesté, aunque hubo un momento en que dudé. Vi que mi hermana estaba en lágrimas y la sopa ya no se distinguía de lo que brotaba de sus ojos. Se levantó y yo con los ojos húmedos, fui detrás de ella. Subimos a la habitación. Lloraba desconsoladamente. Quise decirle que debía ser fuerte y esforzarse en seguir su camino sin importarle tanto los demás. Que lo hiciese si estaba segura, aunque costase tanto. Pero hubo un momento en el que dejó de escucharme. Noté cómo se rindió. Lo supe nada más escuchar aquellas risas estúpidas. Estaba abrazando y jugando con su oso de peluche roñoso. No paraba de reírse. Era descontrolado. Había vuelto a ser una niña.
