Después de estar un tiempo apretando los ojos mientras pido mi deseo, soplo con fuerza, y las treinta velas de mi tarta de cumpleaños se apagan de un plumazo. Tengo un ligero mareo, abro los ojos, y me quedo fría al ver la portería del patio de mi colegio en primaria.
¿Dónde están todos? Parece un sueño; estaba celebrando con la familia mi cumpleaños y aparezco en los ¿90?
De repente, mil recuerdos vienen a mi mente. Uno de ellos es Mateo, mi mejor amigo de la infancia.
Miro a mi alrededor: las inmensas escaleras por las que subí mil veces, y por las que me caí otras mil, los árboles alrededor del colegio, la bandera con el escudo local.
Camino hasta la entrada y veo las puertas de las clases. 5º A, esa es la mía. Miro mi reflejo, soy yo con diez años, que guapa.
Suena una melodía, es el himno. Un cartel me anuncia que hoy es la fiesta de fin de curso del año 1997, fue el día que discutí con Mateo y el día que lo ví por última vez.
A lo lejos, veo una silueta de espaldas junto al borde del mirador, donde se veía todo el pueblo, el río, las montañas del valle…
¿Mateo? Corro hacía él con la respiración entrecortada. Se gira, me regala esa sonrisa que me gusta tanto y dice: Tami, te estaba esperando. Sin pensarlo lo abrazo con todas mis fuerzas, tan fuerte que hasta me duele. Y le digo: Mateo perdóname.
A mi regreso habían pasado cinco segundos, que para mí, fueron horas con él en el pasado.
Me apresuro hasta mi habitación en busca de la noticia del periódico del día de su muerte, pero lo que encontré fueron miles de fotos con él que empapelaban las paredes del cuarto.
Respiré aliviada, nunca se fue. Lo salvé.