—Por última vez–intentaba conservar mi semblante circunspecto de agente de la ley– ¿Lo hiciste?
—Venga, tío, no me hagas esto. Hace años que somos am...
—¡Eso ya lo sé!–Las lágrimas resbalaban en cascada por mis mejillas– ¡No lo pongas más difícil, joder! ¡Responde a la pregunta!
No respondió. No hizo falta. A los dos días lo hallé allí, en plena calle, soplando el cañón de su revólver, mientras contemplaba imperturbable el resultado de su nueva obra: un joven que yacía a sus pies rodeado de un charco de sangre. Fresca.
Los labios del cadáver comenzaban a adquirir un tono azulado y el bronceado de la piel era lentamente sustituido por un pigmento blanquecino. Símbolo de la juventud arrebatada antes de tiempo. Símbolo de lo irremediable.
Un instante después, asesino y víctima descansaban uno al lado del otro. En los ojos de ambos, vacíos e insondables, aún podía adivinarse el espanto que provoca la muerte prematura.
La diferencia residió en que yo fui incapaz de mantener la compostura. Sentí que mis rodillas fallaban y se hincaban en el suelo. Sentí mi Glock escurrirse de mi mano y golpear el asfalto con un ruido sordo. Entonces supe que nunca me levantaría. Había hecho mi trabajo a costa de segar la vida de mi mejor amigo.
La felicitación de la comisaría no era suficiente recompensa. Nunca lo sería. Apenas unos minutos después, el arma que había dictado sentencia contra mi alma gemela decidió también mi destino.
Lo último que recuerdo fueron las palabras que me dijo aquel cumpleaños inolvidable, con sincero cariño, apoyando las manos en mis hombros:
«Prefiero morir antes que perderte».
Cumpliste tu órdago, amigo. Pero yo debía cumplir con mi deber.
Y entonces todo se llenó de tinieblas.