Entre pisadas ligeras sobre la hierba húmeda, va empequeñeciéndose el recuerdo de la ciudad. Hordas de grillos anuncian con sus chirridos la llegada al bosque de un apestado. Con las pantorrillas apelmazadas y sin apenas aliento busca, a ras de suelo, un lugar donde guarecerse.
La luz reflejada por la luna propone sin criterio un abanico de escondites. Finalmente, en un apartado del camino, más abrupto y oscuro, descubre una cueva. Cuando se dispone a entrar, una voz lo alarma:
—¿Dónde crees que vas?
Gira la cabeza a su alrededor sin ver nada. De pronto recuerda la historia del bandolero que atemoriza a la región desde hace un tiempo y empuña la espada, asomando ligeramente el filo.
—¿Quieres luchar? —reta la voz oculta.
—¿Quién eres?
No hay respuesta y cunde la indecisión. De repente, la voz surge frente a él. La luz sólo impacta en los pies del oponente, haciendo del resto una amenaza interrogante. Antes de desenvainar, siente la frialdad del metal puntiagudo sobre su cuello.
—¿Eres el bandolero?
—Así me llaman. ¿A qué has venido?
—Huyo —dice avergonzado—. He mancillado el honor de una doncella y el padre quiere que ruede mi cabeza.
—Un enamorado. Anda, entra. Te daré comida y descanso. Mañana retomarás tu huida.
Alrededor de un fuego, que alimenta un caldero humeante, el anfitrión yace y empieza a contar su auténtico motivo: una criatura demoníaca, proveniente del inframundo, está devorando a los niños y terminando con el ganado. Asegura que el rey lo eligió, de entre una pléyade de valientes, para la empresa: “No vuelvas sin darle muerte. En agradecimiento serás nombrado caballero y obtendrás la mano de mi hija menor”.
Ante la historia, el visitante finge indiferencia por respeto y miedo.
A la mañana siguiente, se despiden intercambiándose gestos de afecto:
—¡Ojalá venzas a la bestia! —dice al futuro marido de la que hasta ayer fue su amante.
Saludos Insurgentes