«Un espejo para Benigno»
— ¿Sabes? Esperan el día de mi muerte —me dice Benigno Syngraféas, mientras se rasca la arrugada barbilla, producto de los años y la desidia de los suyos—. ¿Quién lo iba a decir? Hasta el noventa, formábamos la familia perfecta. Mis hijos venían prácticamente todos los días. Los domingos, eran sagrados. Recuerdo a mi mujer corretear detrás de los nietos. Era feliz.
Benigno habla lento y pausado, silabeando las palabras. Es, creo, lo que le permiten sus ochenta años y su vivencia de poeta olvidado.
Le miro sentado en su mecedora de madera, y me recuerda a mi padre. Él ya era bastante anciano cuando le dejé allá en Paraguay. Prometí que volvería antes de que sus ojos se le nublaran y dejara de ver el sol. No pudo ser.
—Cuando Damiana cayó enferma —continúa—, yo aún era fuerte, así que me ocupé yo solo de ella —Benigno agacha la cabeza cuando lo piensa—. Les quité el deber de apoyar a su madre. Primero venían los fines de semana, hasta que terminaron espaciando las visitas. Yo dejé las letras dormidas, los poemas cantados.
Suspira y trata de secarse las lágrimas con sus temblorosas manos, pero no consigue llegar hasta donde corren los ríos de pena que mojan el rostro y alivian un poco el dolor que llevamos en el alma. Yo también lloro, lloro porque sé que “mi papa” murió, esperando verme llegar triunfante.
—Déjeme ayudarle —le digo; suelta el pañuelo y este cae sobre la colorida manta de cuadros que le cubren las piernas del frío.
Seco sus lágrimas, al igual que en mis sueños enjugo las de mi padre.
Siento su tonta caricia; el temblor en sus dedos me indica que ha visto mi pena, y en su amarga soledad quiere consolar mi corazón herido.
— ¿Qué haces, viejo? —pregunto, ahogando mi llanto.
—A mí no me llames viejo, todavía tengo cuerpo para mucho —dice, y los dos nos reímos de la suerte que nos ha unido.
—Hoy viene el niño Roberto —le digo, y él se coloca bien en la silla y repite.
—Ceja izquierda levantada, significa...
— ¿Cómo te encuentras?
—Si me rasco la cabeza y miro a lo lejos...
—No has oído —le recuerdo. Un truco que venimos practicando hace tiempo. Yo le acercaría un espejo e iría por detrás haciendo gestos.
Así, cada fin de mes, cuando viene el mayor de sus hijos, intentamos que se quede más tiempo, para que Benigno disfrute de su compañía. Y él, por lo menos, le dirija algunas palabras a su padre. Roberto es un hombre culto, no es de hablar alto, tampoco le gusta repetir lo que dice.
Suena el timbre. Mientras la asistente, una rumana, abre, ayudo a Benigno a estar presentable.
Le peino el pelo blanco y sedoso con mis dedos y le coloco bien la corbata azul índigo.
El “niño”, como llama a su hijo y el único que le ronda con frecuencia, llega vestido de Armani. Me dedica un afectuoso saludo. Luego se dirige a su padre y le da un beso en la frente.
— ¿Sabes, papá?, he hablado con Miguela. Se viene para Madrid, dice que pasará a verte.
Benigno sonríe un poco perdido. Al ver la cara de desconcierto del "niño" le acerco el espejo y con los gestos ya ensayados, digo.
— ¿Ves, mi viejito? ¡Por fin viene la pequeña! —trato de salvar la situación, pero el patrón me pregunta si a su padre le pasa algo, ya que le ha dado una noticia que para él se suponía que sería importante, y ha reaccionado con indiferencia.
—Puede que tenga los audífonos bajos —me dice—, ajústaselos un poco más. Miguela es una mujer muy especial, no soporta verlo en ese estado tan... decadente —dice, y a mí se me estruja el estómago.
Por suerte, Benigno me ha entendido y suelta una carcajada.
— ¡No estaba seguro de haber oído bien, pero ahora sí; no moriré sin volver a ver a mi niña! ¡Tomás, ve, trae un vinito, le escribiré poemas y mi niña será feliz conmigo! —dice Benigno, y el “niño” sonríe, sonríe por primera vez en estos tres años que llevo cuidando de su padre. Yo retiro el espejo sin que el "niño" lo vea, Benigno es feliz aunque en verdad ya no recuerda como escribir.
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