Mi hermana y yo fuimos a recoger los pocos enseres de nuestros padres que aún quedaban en su casa. Nuestra madre había fallecido dos meses atrás y nuestro padre hacía ya más de cinco años que nos había dejado. Tras la muerte de ella, decidimos que lo mejor era vender aquel piso porque, volver allí, nos llenaba de tristeza y melancolía.
Preparamos varias cajas vacías para ir guardando sus efectos personales. Utilizamos un par de ellas para todo lo que íbamos a desechar y, en las otras, fuimos almacenando lo que queríamos conservar. Cada vez que encontrábamos una fotografía, llorábamos, a moco tendido, recordando los buenos momentos que habíamos vivido en familia. Cuando ya habíamos bajado todos los bultos al coche, regresamos a echar un último vistazo, no fuera que hubiéramos olvidado algo. Nada más entrar, junto a la puerta, había un espejo que se extendía desde el suelo hasta el techo y que había permanecido en esa misma posición desde que teníamos uso de razón. A mi hermana le dio pena dejarlo allí y se propuso llevarlo consigo. No nos resultó sencillo descolgarlo. Alguien lo había fijado meticulosamente a la pared.
Cuando parecía que ya habíamos logrado nuestro objetivo, el marco se resquebrajó, partiéndose en dos mitades. Al descubrir lo que se escondía en la parte que había quedado anclada a la pared, un escalofrío recorrió nuestros cuerpos. Un fresco de una calidad excepcional se alzaba ante nuestros ojos. Con tanto sobresalto, no nos vimos una nota que había caído al suelo. En ella podía leerse:
“Para nuestras hijas. Estamos seguros de que habréis sabido encontrar el valor sentimental del espejo donde tantas veces os mirasteis de pequeñas. Pues bien, tras el espejo se esconde un Goya que ha pertenecido a nuestra familia desde hace siglos. Cuidadlo bien.”
Una historia sorpresiva y llena de ternura, el giro final espectacular.
Saludos Insurgentes.