Despertó con una pluma entintada entre su pulgar y su índice diestro, sobre un arrugado papel ensalivado. La luz rompía las oscuras membranas de sus párpados, arrancándole del mundo de los muertos y trayéndole de nuevo a la vida. Se levantó de tal manera que parecía una columna a punto de derrumbarse, como si toda su existencia se resumiera en sostener el techo bajo el que vivía. Le costó acostumbrarse a la realidad que rodeaba su cuerpo entumecido, pero los minutos transcurrían veloces y el tiempo era la más preciada de las fortunas.
Sin desperdiciar un solo segundo, engulló la comida a toda prisa, abrigó su cuerpo enjuto y salió a la calle, pasando por debajo de las luengas piernas del limpiacristales, cuyo trabajo siempre comenzaba a esa misma hora. De lado a lado corrían vehículos de índole diversa, volando por encima de la carretera como aves de presa, solo deteniéndose cuando el ojo rojo así lo indicaba.
No tardó en llegar a aquella cárcel de cemento y cristal, irrumpiendo en ella junto a las ánimas en pena que escudriñaban el suelo con sus rostros inusitados. Su pequeña cabeza apenas destacaba entre la marabunta de hombres y mujeres que lo llevaban forzosamente a la boca de metal, sumidos en un océano imperecedero que se perdía más allá de lo que la vista podía alcanzar. Una vez dentro de las entrañas de aquel animal, los dientes de hierro negro se cerraron y comenzó a trepar.
A medida que subían, la bestia gruñía números en un orden ascendente, los cuales causaban cierta conmoción en los presentes. Fue en el novecientos noventa y ocho cuando la boca se abrió y le tocó salir. En aquel lugar, de ambiente taciturno, tenue iluminación y pasillos estrechos, sus sentidos trepidaban con terrible descontrol. Avanzó sin prestar demasiada atención a su alrededor, sobre todo a aquellas miradas que se clavaban en su cuello y le denostaban con palabras soberbias. Tras un largo recorrido, se detuvo frente a su diminuta celda, solitaria y fría como la primera vez que se la mostraron.
Entró y se sentó, con la vista fija en aquel cuadro virtual que le exponía un mundo ideal. A su derecha, los delgados y aguzados dedos de la señora Anderson oprimían las teclas con fiereza, componiendo una música disonante que hacía sangrar los tímpanos más delicados; a su izquierda, el señor Smith conversaba con su otro compañero de celda, al que elogiaba por las mañanas y despreciaba durante las ebrias madrugadas.
Y así, en aquella habitación, la vida se le iba de las manos poco a poco, con cada tecleo, con cada suspiro, con cada tictac del reloj… convirtiéndose su frágil mocedad en una irremediable decrepitud. Y cuando la noche derrotó al día y se hizo dueña de los cielos, abandonó la cárcel de cemento y cristal y regresó a su palacio de ensueños, solo para reposar sobre un mar de nubes blancas y dejarse atrapar por otra cárcel más placentera: la de sus pensamientos.
Despertó con una pluma entintada entre su pulgar y su índice diestro, sobre un arrugado papel ensalivado. La luz rompía las oscuras membranas de sus párpados, arrancándole del mundo de los muertos y trayéndole de nuevo a la vida. Se levantó de tal manera que parecía una columna a punto de derrumbarse, como si toda su existencia se resumiera en sostener el techo bajo el que vivía. Le costó acostumbrarse a la realidad que rodeaba su cuerpo entumecido, pero los minutos transcurrían veloces y el tiempo era la más preciada de las fortunas.