-Nieta mía, ya es hora de que conozcas mi secreto.
-¿Secreto? ¿Qué secreto?
-Yo tenía tu edad cuando la guerra llegó a mi aldea y reclutaron a mi padre. Temía ser bombardeada y no poder hacer nada. La angustia ante las explosiones y los disparos se hacían rutina hasta que me harté, cogí la escopeta de mi padre con perdigones y allí que fui. En vano, pues me requisaron el arma, se burlaron y me echaron. Iba a hacer una tontería cuando vi a un soldado llorando.
-¿Estás bien?
-Sí, lárgate.
Y siguió llorando.
Cada noche intentaba entrar en el campamento sin éxito y lo mismo con ese soldado que me rechazaba, hasta que me dijo:
-¿Sabes lo que es no dormir por los pitidos, ver cómo tus camaradas caen abatidos a tu lado, lo que es estar siempre listo para combatir o huir? ¿Lo sabes?
-No, no puedo, como tampoco puedo saber de mi padre. No puedo ni imaginar el miedo constante de primera línea. A mí me pilla a más distancia y aún así tengo un cuchillo bajo la almohada.
Lo hice, y me trajo un reloj. Me alivió verlo y me contó lo que le ocurría. Esto se convirtió en costumbre y cada vez venían más a contarme lo que sentían.
Tras un mes de estancamiento, la radio anunció la victoria, a pesar de tantas bajas. Me sentí alegre de pensar que ya no habría más disparos, luces ni explosiones y corrí al campamento.
Al llegar, pregunté por los que me hablaron y me dijeron la cruda verdad. La calma de espíritu que les proporcioné les envalentonó a atacar. Ninguno sobrevivió, pero la victoria provocó la paz. Yo los envié a morir, salvando innumerables vidas. Todos necesitamos ser escuchados, pero ¿a qué precio?


Preciosa historia.
Saludos Insurgentes