«Un ticket de ida, por favor.»

Era un viaje de ida. Lo sabía. O por lo menos creí saberlo. Creí estar preparado para afrontarlo. Ahora me doy cuenta de que nunca se está lo suficientemente preparando para esto.  
La primera vez produce una sensación tan reconfortante que parece imposible que pueda hacer daño. Viajas suspendido en una nube, miras de arriba como pasa la vida y nada importa.
A medida que avanzas te das cuenta de que lo necesitas cada vez más. Lo tienes cada vez más presente. Invade tus pensamientos, lo esperas con anhelo. Cada día se hace más duro, más largo el tiempo entre un viaje y otro, más angustiosa la espera. Y cuando al fin llega, es el alivio, la culminación, el orgasmo.
Después, solo queda el frío, las náuseas, la soledad. Los temblores y los calambres sacuden tus miembros; el sueño se niega a venir; el sudor pegajoso empapa tu espalda y el cerebro, alienado, no responde a más de una cosa: "más".
Llegas a gatas al próximo destino, las maletas cada vez más pesadas y más vacías. Más vacías de vida, de recuerdos, de amistades; más llenas de culpa, de miedo, de desesperación.
Y el final del viaje es abrupto, lo sé por experiencia. Ya nadie te reconoce. Ni tú te reconoces. Eres una imagen distorsionada en el espejo. El camino te dejó desfigurado, deglutió tu alma, la regurgitó y la volvió a tragar. Estiras la mano sobre el andén, esperando esa mano querida que te ayude a subir, y no la encuentras. Palpas en la oscuridad y solo tocas la nada. Gritas y retumba el eco en tu cabeza. Es tarde. Estás solo. Estás muerto.