El escorzo imposible encima del escenario pronosticaba una fotografía excelente. El blanco y negro que iba a utilizar para la ráfaga haría magia con los tonos blanco roto del traje, con la campana del pantalón bailando levemente ante el objetivo. El pelo caído con sutileza hacia el lado izquierdo y un poco enmarañado provocaba una sensación de realidad que, una vez revelada la foto, haría que los que vieran la imagen creyeran haber estado en el concierto.
Más de diez años haciéndole fotografías y aun sentía por dentro ese nerviosismo de la primera vez. No sabría decir si era por la responsabilidad de dejar para la historia las imágenes oficiales de una gran estrella del rock, o por lo que me conmovía por dentro cada vez que lo tenía cerca.
Desde el principio hubo química. Los astros se habían alineado para que Enrique asistiera a mi exposición durante una gira a su paso por Valencia. Yo asistí atónita a las apreciaciones que él hacía sobre mi obra. Me hice la dura, la artista, aun sabiendo que pisaba terreno resbaladizo ante una rockstar como él. Sin embargo, se mostró natural, cercano e interesado por cada una de las fotografías, haciendo preguntas técnicas sobre las imágenes.
Pero el momento más turbador fue cuando, justo antes de irse, me dijo que si me gustaría ser la fotógrafa de su gira. Me quedé estupefacta, eso sería un espaldarazo a mi carrera y ese hombre me había impactado desde el principio.
Después vinieron más giras, una hija y nuestra boda.
Enrique Bunbury sigue diciendo disco a disco que le salvé, pero creo que ambos nos salvamos aquel día.